LA OPCIÓN FRODO

 
Para Raquel Campos, catalana de Longás y amiga.                        
   

I: PETER PARKER

        Aunque ahora cada vez me resultan más insoportables, recuerdo haber asistido con cierto placer a alguna de las primeras películas de la contrata Marvel, en cines de gran pantalla con potentes equipos de sonido. Un buen entretenimiento, pensé, para quien no tenga nada mejor que hacer. No quisiera parecer pretencioso pero, como supongo que le pasa al común de los mortales con las persecuciones interminables de cinco minutos antes de que acabe la película, la repetición presumible de una misma estructura narrativa acaba arruinando incluso el propio entretenimiento. 

    Pero estas líneas no quieren ser una crítica de cine, aquí fuera de lugar, sino una reflexión ocasional sobre un motivo literario llamativo e interesante en algunas de las narraciones con más éxito de público en la cultura contemporánea. Y como hoy en día cine y novela van, siempre que pueden, de la mano, me permitirás que acuda a uno u otro referente de forma indistinta. 

    He comenzado por un subgénero del cine al fin y al cabo narrativo, las películas de superhéroes, vinculado a una modalidad artística de poco prestigio crítico pero enorme éxito popular, el cómic. No todos los cómic son iguales, por supuesto, pero creo que, al menos en los que hoy gozan de más fama, podemos hallar un modelo estandarizado de protagonista: el héroe clásico dotado de superpoderes. Entiendo por héroe clásico al protagonista que se enfrenta por sí mismo a su antagonista en un combate épico que resuelve el argumento. Da lo mismo Arturo en la batalla de Salisbury que Jean Valjean en las barricadas de París o Gary Cooper en Solo ante el peligro. El héroe ha de enfrentarse a su destino y gane, como Tom Sawyer en la cueva de McDougal, o pierda, como Custer en Little Big Horn, ese enfrentamiento da por cerrada la narración. Lo nuevo en los héroes de cómic son sus superpoderes. Tener las habilidades potenciadas de una araña, proceder del espacio exterior, haber sobrevivido a una descarga de rayos gamma o cualquier otra ocurrencia de ese tipo, más o menos ingeniosa, justifican que la lucha final sea más terrible, la victoria más sorprendente y las pérdidas para las compañías de seguros, mayores. Nos hallamos ante lo que podríamos llamar la opción Spiderman: un ser especial, con capacidades extraordinarias, vendrá a salvarnos cuando lo necesitemos. Luchará contra el malo y vencerá. Podemos estar tranquilos. 

 

    II: DAENERYS Y BRAN

    He mencionado de pasada pero adrede al rey Arturo. Pues si algo caracteriza a esas novelas medievales que tanto tienen que ver con el moderno gusto narrativo por los superhéroes, son los dragones. Fuera por alguna obsesión telúrica con los fósiles de dinosaurio o, simplemente, debido a la influencia de hagiografías como la de San Jorge, el gusto por dragones y bichos similares se extiende por toda la narrativa antigua tradicional, desde el Beowulf a “La Bella Durmiente”. Y nada menos que tres de ellos han protagonizado estos años el final de una de las series televisivas más exitosas de la historia, Juego de Tronos.

    Como de quienes estamos hablando en realidad es de los héroes de la narración y no de sus poderes sobrenaturales, quien nos incumbe aquí es la Madre de Dragones, Daenerys Targaryen. En tanto que protagonista, Daenerys comparte con Gauwain, Ivanhoe o Ironman su papel resolutivo en el desenlace del conflicto: su dragón acaba con la guerra, con el Trono de Hierro y con la propia serie. Que ella perezca también en el último capítulo tampoco debe sorprendernos mucho a quienes hemos visto morir antes a Don Quijote, a Emma Bovary o al príncipe Andrei Bolkonski 

    Sin embargo, me interesa más, en estas exitosas adaptaciones de las interminables novelas de George R. R. Martin, otra guerra, otra victoria y otro héroe muy distinto de Daenerys. Su, en cierto modo, cuñado, Bran. Juego de tronos gira en torno a un doble enfrentamiento. Acabar con los Lannister y hacerse con el trono cierra la saga, pero antes, en el Norte, la guerra contra el Rey de la Noche cuenta con un inesperado protagonista: un adolescente tullido, muy alejado, como modelo de caballero andante, de su hermanastro Jon Nieve. Bran ofrece una modalidad de enfrentamiento atípica, irreal en apariencia, que deja en un segundo plano al combate en sí. Porque el combate, la gran refriega final, no desaparece. Pero es irrelevante. En la batalla por Invernalia casi todo se plantea de una forma clásica. Dos grandes y aparatosos ejércitos se enfrentan a muerte. Luchan dragones, eunucos, muertos vivientes y héroes de todo tipo. Las alternativas se suceden en el desarrollo del combate pero el avance enemigo parece incontenible y segura la derrota. Sin embargo, en medio del fragor de la batalla, al jefe enemigo le preocupa un detalle marginal, un adolescente inválido que, a su vez, le espera, casi a solas, en un jardín apartado. El lisiado no combate; no puede combatir; solo espera, parece, que llegue quien va a matarlo. Y esa espera absurda y la intervención de una niña, ganarán la guerra. Pero, entonces ¿qué sentido tiene la lucha a muerte de Jon Nieve contra el dragón zombi, si la victoria depende, en realidad, de Bran y Arya? 

 

    III: HARRY POTTER

    Me guía por estas dispersas reflexiones el sorprendente parecido entre esa batalla final en Invernalia y la que cierra el ciclo de Harry Potter en torno a Hogwarts. La defensa del feudo de los Stark resulta extrañamente similar a la del Colegio de Magia y Hechicería de J. K. Rowling. Y en este caso, además, mientras que de las novelas de Martin me he mantenido prudentemente alejado, debo confesar que The Deathly Hallows fue una de mis lecturas más apasionadas a principios de siglo. Antes de seguir, situemos la acción. En Hogwarts los partidarios de Harry se aprestan a defender el colegio. Al profesorado y los alumnos, se suman las propias estatuas del pórtico, los restos de la Orden del Fénix e incluso seres como los centauros, que renuncian a su neutralidad. Enfrente, los magos oscuros de Voldemort engrosan sus filas con gigantes, arañas, hombres-lobo… Solo se echan en falta un par de dragones o al Capitán América. 

    Sin embargo, tras el primer ataque, la batalla se detiene y el argumento da un giro. No serán los ejércitos los que diriman la guerra, sino un duelo personal entre Harry y Voldemort. Me atrae el parecido, entiendo que casual, del joven Harry en el bosque desarmado ante Voldemort con el desvalido Bran, bajo el árbol de su familia, mientras se acerca el Rey de la Noche. Me intrigan estos combates mínimos, aislados, laterales y, sin embargo, definitivos. Al hacerse de día, la batalla no se reanuda. Harry ha muerto y Voldemort intima la rendición. A falta del último giro del argumento, la guerra ha acabado, a oscuras, en ese enfrentamiento privado. 

    A lo largo de los siete libros de la serie, la narración se va centrando en la lucha personal entre Harry y Voldemort. Hay, también, ese gran cataclismo social en el mundo mágico, pero, como Dumbledore parece haber sabido siempre, el desenlace depende de una sola persona, Harry. El resto es atrezo. Podríamos pensar, pues, que Harry responde al tipo de héroe clásico con superpoderes, una especie de Batman con varita. Pero no es así: como Bran, en su enfrentamiento definitivo en el bosque, Harry está indefenso; solo y confuso, es un adolescente torturado por la pérdida de sus padres y por el torbellino de acontecimientos que ha echado a perder su vida. En ese momento crucial, Harry es poco más que un tullido desarmado, pero va a ser esa soledad y esa irrelevancia lo que lo salve y salve, con él, a sus compañeros. 

    Me interesan poco los hombres de acero y las arañas radiactivas. Sin embargo, como buen lector de Harry Potter, siento respeto por ese joven solo en el bosque frente a la muerte, guiado por la sombra de sus padres, aterrorizado y firme. 

 

IV: FRODO BOLSÓN 

    Harry ofrece otra opción narrativa, mucho más moderna; deseo que más real. Es lo que he dado en llamar, sin embargo, la Opción Frodo, porque nadie la representa mejor ni de forma más radical que el pequeño hobbit de Tolkien. 

    Me acerqué a la trilogía de El Señor de los Anillos con cierto reparo. Ya se sabe: los típicos prejuicios de un intelectualillo posmoderno contra la narrativa de aventuras clásica. Me deslumbró, más aún de lo que luego lo harían las películas de Peter Jackson. He de reconocer que caí rendido ante la titánica creación de todo ese universo nuevo, coherente y épico que implica la Tierra Media. Y todo ello en Oxford y en los años 50, en pleno auge del  Existencialismo  y la literatura del absurdo en toda Europa. 

    Pero nos interesa Frodo y su protagonismo en el desenlace. Cincuenta años anterior al Bran de Invernalia y al Harry de Hogwarts, el Frodo que se interna en Mordor está mucho más aislado y es mucho más débil que cualquiera de ellos. Aun así, J. R. R. Tolkien plantea su opción de la forma más radical y de inmediato: Frodo y Sam han de destruir el anillo; todos los demás deberán distraer a Sauron para darles una oportunidad. Toda la imponente sucesión de combates, incluso de victorias, en el Abismo de Helm, en la fortaleza de Isengard, en los Campos de Pelennor, no pasa de ser eso, una mera maniobra de distracción, y los propios protagonistas lo saben. Porque la amenaza definitiva para Sauron, que de hecho acabará con la guerra, es solo un pequeño hobbit, un torpe ser de pies peludos, apenas capaz de empuñar un arma, herido y agotado, que se arrastra agobiado por el peso del anillo. 

    Leí con gusto la novela de Tolkien pero he de reconocer que la imagen que tengo de la última batalla, ante las Puertas Negras, se la debo a la película: forman para el último combate los guerreros de Rohan y los hombres de Gondor, junto a los elfos, Gandalf y el resto de la Compañía. Frente a ellos, oleadas de orcos, trolls, Nazgûl y toda la fúnebre parafernalia de Mordor. Pero el combate decisivo está muy lejos: ante la Grieta del Destino, Frodo se debate entre destruir el anillo o quedárselo. Ni siquiera es una lucha furiosa; es un combate sordo, interior, entre la obligación y el deseo, fuerzas profundas que le obligan a decidir, débil y cansado, si cumple o no con lo que de él se espera. Es lo único que cuenta. 

    Hay, además, una razón extraliteraria que me hace valorar especialmente la opción Frodo. Los Vengadores, Juego de Tronos, Harry Potter y El Señor de los Anillos presentan grandes y sangrientas batallas entre ejércitos imponentes, pero ni Stan Lee ni George R. R. Martin ni J. K. Rowling conocieron lo que es la guerra. Solo Tolkien bajó a las trincheras, y no a una trinchera cualquiera: enrolado en los Fusileros de Lancashire, luchó a lo largo de todo el verano de 1916 en la Batalla del Somme, la más sangrienta hasta hoy en toda la historia del ejército británico. Solo el primer día, cuando se abrieron las Puertas Negras el 1 de julio, cayeron en tierra de nadie casi 60.000 soldados británicos, 20.000 de ellos muertos. Nadie como un soldado del Somme para saber de la inutilidad de las batallas, para hacernos desconfiar de los grandes ejércitos y de la intervención milagrosa de superhombres. Después de sobrevivir a aquella carnicería, Tolkien tenía claras sus ideas: Hay una guerra, por supuesto, quién puede negarlo, una gran guerra en la que nos jugamos la existencia de nuestro propio mundo. Pero esa guerra no la ganará ninguno de nuestros ejércitos ni vendrá a salvarnos nadie con sus superpoderes. En algún bosque apartado hay uno de nosotros haciendo ese duro e ingrato trabajo. No sabemos quién es porque se mueve lejos de los focos que nos deslumbran y puede ser que ni él mismo no sea consciente de su importancia. Pero es él nuestra única esperanza: alguien como nosotros, con nuestras debilidades y nuestras miserias pero también con la inmensa fortaleza de un ser humano cualquiera, tú misma acaso. Esa es nuestra verdadera opción, la única real y necesaria, la opción Frodo. [E. G.]