DE FRÁCFORT A MOULINSART:

LA LARGA Y AZAROSA MUERTE DEL DOCTOR FAUSTO ( I )

 

    Hay en el mito original de Fausto dos componentes esenciales: la venta del alma al diablo y un deseo desmedido de conocimientos. El primero, típico de la cultura cristiana, tiene varios recorridos diferentes, desde la hagiografía dramatizada de Cipriano y Justina, base argumental de El mágico prodigioso de Calderón, hasta múltiples cuentos populares de todo tipo, como el que da forma a la leyenda del Teufelsbrück (Puente del Diablo) de Hamburgo. Pero a lo largo de la Edad Media, la versión literaria más difundida por toda Europa fue el milagro de Teófilo, vinculado, como veremos, a la devoción mariana. En cuanto al segundo tema, el ansia nefanda de conocimiento, puede relacionarse, por supuesto, con un motivo también esencial en el Cristianismo como el pecado original, comer la fruta del árbol del Bien y del Mal, pero en el mito de Fausto se vincula a un aspecto de la vida intelectual del momento mucho más concreto, la atracción por la alquimia y el esoterismo.

    Dejando por ahora a un lado sus precedentes literarios, la primera versión de Fausto desarrolla la supuesta biografía de una persona documentada históricamente, lo cual nos obliga a informarnos sobre ella. Johan [o Georg] Faust fue, en efecto, un individuo real que se movió por tierras del sur del Imperio a principios del siglo XVI alardeando de poseer conocimientos sobrenaturales y que incluso publicó varias obras latinas relacionadas con la alquimia y las ciencias ocultas. Su biografía se mueve de forma imprecisa entre los años 1480 y 1540 pero la primera edición de la Historia von D. Johann Fausten, anónimo impreso por Johann Spies en Fráncfort, data de 1588, es decir, 50 años después de su muerte. Este es el tiempo que se tomó la literatura para convertir al nigromante en personaje de ficción. Pero, ¿cómo se lleva a cabo esa transustanciación? Miremos atrás, al milagro de Teófilo.

    A Teófilo, un prestigioso clérigo venido a menos, lo consume la envidia por el éxito de quien le ha sustituido en su puesto. Deseoso de recobrar su posición, acude a un judío que hará de intermediario entre él y el diablo. El antiguo vicario del obispo venderá su alma firmando un contrato vinculante. Arrepentido poco después, solo la intervención de la Virgen consigue romper ese compromiso. Finalmente, Teófilo confiesa su pecado y muere en paz. Este famosísimo relato medieval puede remontarse hasta el siglo VI en el tiempo y a la Cilicia bizantina en el espacio, pero su máxima influencia cultural parece haber tenido lugar en el corazón de Europa durante la Edad Media Central. Así, lo encontramos recogido en latín en la Legenda Aurea de Jacobo da Varagine, en francés en los Miracles de Notre-Dame de Gautier de Coincy, en castellano en los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo y en portugués en las Cantigas de Santa Maria de Alfonso X, todas ellas obras escritas en un estrecho margen de 50 años a lo largo del siglo XIII. Y no es un tema solo literario, pues el Milagro de Teófilo figura también como imagen destacada, entre otros edificios religiosos, en el tímpano septentrional de la catedral de Notre-Dame de París, de esa misma época.

    Si comparamos a Teófilo con Fausto como personajes literarios vemos parecidos y diferencias evidentes. Ambos son intelectuales que han dedicado su vida a los estudios y el conocimiento de lo divino pero uno de ellos, Teófilo, dentro de la ortodoxia eclesiástica mientras que el otro, Fausto, lo ha hecho en el mundo secular. En cualquier caso, en los dos la frustración es la misma y el mismo el método al que recurren para superarla: contactar con el Diablo a través de un intermediario. Teófilo, dentro de una sólida tradición antisemita, recurre a uno de los réprobos por antonomasia de la cultura cristiana medieval, el judío. Fausto, sin embargo, recibe la ayuda de un ser procedente él mismo del infierno, un diablo menor llamado Mefistófeles (“Mephostofiles”, en el original), con el que firma el correspondiente contrato. Fausto, como buen “mago” del siglo XVI es capaz de ponerse en contacto con las potencias infernales por sí mismo.

    A estos parecidos, propios de un tema bien establecido en la tradición cultural europea, y diferencias, vinculadas a un cambio de época que afecta en general a toda la producción literaria del continente -como habrá tiempo de repasar en algún otro artículo-, hay que añadir dos diferencias esenciales. Uno es el final que le espera al protagonista. Aunque muere pocos días después de confesar su pecado, Teófilo se libera a tiempo de su pacto y la suya es una historia de conversión y arrepentimiento. Fausto, en cambio, muere fiel a su contrato y se condena. Esta primera diferencia esencial se halla relacionada, a su vez, con la siguiente: la intervención de la Virgen, ausente del mito de Fausto de acuerdo con el contexto social y teológico en que se desarrolló la leyenda germana.

    El mito de Fausto es una de las primeras creaciones artísticas de la Reforma. La relación del pecador con el mundo sobrenatural es directa, sin intermediarios humanos ni celestiales. De acuerdo con los nuevos dogmas, Fausto no puede esperar ayuda de la Virgen ni de santo alguno puesto que estas creencias medievales habían sido condenadas a la hoguera por Lutero. Fausto está solo, tanto para entregarse al demonio como para enfrentarse a él: toma una decisión y paga por ella. Interpretamos a Fausto, pues, como un Teófilo protestante, un Teófilo germano del siglo XVI, adepto de la Reforma, que niega esas fábulas redentoras tan propias de los idólatras católicos y romanos. Quedémonos con esta idea básica de Fausto como el Teófilo de la Reforma porque va a ser esencial en la evolución del personaje a lo largo de toda su larga y azarosa historia. [...]