TRÍADAS

2.3.1. Fracasados

 

    En nuestra cultura actual existe toda una amplia mitología en torno al gran artista fracasado, incomprendido en su tiempo y consagrado tras su muerte. El prototipo suele ser Vincent van Gogh, un genio incapaz de vender un solo cuadro, al que la posteridad venga tras su muerte convirtiéndolo en el pintor más cotizado de la historia. En el teatro representó al escritor fracasado de entresiglos Ramón María del Valle-Inclán en el Max Estrella de Luces de Bohemia: ciego, pobre, borracho e indecente. El propio Max propone, ya al principio del drama: “Con cuatro perras de carbón podríamos hacer el viaje eterno”. Alejandro Sawa, en cuyo destino se basó Valle, representaba, en efecto, al típico artista bohemio finisecular al que, en teoría, solo se le reconocería tras su muerte. Pero el aura miserable de la bohemia decimonónica no es el único contexto para el fracaso de un escritor, como vamos a ver en la tríada siguiente, ni han sido solo autores de segunda fila los que han muerto en el olvido: Camôes, Keats y Kafka son grandes, incluso entre los grandes.

    Salido de una humilde familia de hidalgos portugueses, poco se sabe, y nada seguro, de las tres primeras décadas de Luís Vaz de Camôes. Apenas se conoce otra cosa que el nombre de sus padres y nada cierto sobre su formación académica, si la tuvo. Eso sí, la primera documentación sobre él nos lo presenta en la cárcel, de la que fue asiduo; y la siguiente, combatiendo en Ceuta, donde perdió un ojo. En 1553, con 29 años, figuraba como “gente de guerra” en un barco que zarpaba hacia la India y allí va a pasar los siguientes casi veinte años de su vida. Esas dos décadas de estancia en Oriente le sirvieron como mínimo para escribir la epopeya que le iba a hacer inmortal. También para padecer todas las peripecias de su profesión: combates y naufragios, por supuesto, pero también pobreza, resentimiento y pleitos de todo tipo. Retenido en Mozambique por deudas, solo en 1570 pudo traerlo de vuelta a Portugal la solidaridad de sus compañeros de armas. El poeta tenía 47 años, no había publicado ni un verso y seguía siendo nadie.

    Sin embargo, en Goa había escrito Os Lusíadas, que dio a Camôes su minuto de gloria. Quiere la leyenda que tuviera la ocasión de recitar algunos pasajes a un Sebastián I quinceañero que habría sabido reconocer la grandeza de la epopeya y facilitado su publicación en 1572. Además, una pensión real debía asegurar desde entonces el futuro del poeta. Sin embargo, la edición de Os Lusíadas no supuso reconocimiento alguno para Camôes, que ya no logro publicar ninguna otra de sus obras. La pensión, además, parece haberle llegado tarde, mal y nunca, de modo que, pobre y olvidado, pasó en una humilde vivienda de Lisboa el poco tiempo de vida que le quedaba antes de morir de peste y ser enterrado por la beneficencia pública en 1580. Eso sí, ese mismo año, siendo Portugal ya otro de los reinos de Felipe II, se publicaron dos traducciones al castellano de Los Lusíadas, consagrando a Camôes al gran escritor luso como el “príncipe de los poetas de España”. Demasiado tarde.

    Todo fue aún mucho más cruel, y rápido, 200 años más tarde en el caso de John Keats. El fracaso de este poeta inglés en todos los ámbitos de su corta vida fue absoluto. Huérfano de padre desde los 7 años y de madre a los 16, hubo de hacerse cargo de sus tres hermanos pequeños sin poder evitar que su uno de ellos, Tom, enfermara de tuberculosis y muriera, tras contagiarle a él mismo la enfermedad. Publicó tres libros de poemas de 1817 a 1820, entre los 22 y los 25 años, y no solo ninguno de los tres tuvo el menor éxito de ventas sino que el autor hubo de sufrir las críticas injustas de otros escritores que buscaban hacer daño, a través de él, a su editor. Halló el amor y la esperanza de felicidad en el corazón de una joven Fanny Brawne, que llegó a aceptar su proposición de matrimonio en 1819, pero hubo de renunciar a ella muy poco después cuando la enfermedad pulmonar le hizo sentir próxima su muerte.

    Desengañado tras el frío recibimiento de sus obras, marcado por un destino fatal irrevocable y sabiendo que ya nunca regresaría a casa, Keats abandonó Inglaterra buscando el clima más benigno de Italia en septiembre de 1820. En esas tierras del sur pasó aquel otoño y el invierno del año siguiente, pero la Muerte le dio alcance finalmente en la Ciudad Eterna el día de San Valentín de 1823. El epitafio que todavía hoy puede leerse sobre su lápida, en el cimitero acattolico di Roma resume bien la justificada desesperanza con la que Keats se despidió de esta vida: Here lies one whose name was writ in water, “Aquí descansa alguien cuyo nombre se escribió en el agua”. Sin embargo, Fanny, su prometida, nunca se desprendió del anillo de compromiso que le había entregado el poeta. Tal vez fue la primera en sentir que el recuerdo de Keats y de su poesía, a pesar de todo, nunca lo borraría el agua, grabado como estaba en el mármol de sus versos.

    Apenas un siglo después de la muerte de Keats, en 1924, enfermo también de tuberculosis, fallecía en un sanatorio vienés un desconocido novelista checo, Franz Kafka. El último encargo que le impuso a uno de sus escasos amigos, Max Brod, fue que destruyera todo lo que dejaba escrito, es decir, que se encargara personalmente de que su nombre, como el de Keats, se diluyera en la lluvia. Si su desleal albacea le hubiera hecho caso, Kafka habría dejado publicadas solo una novelita corta, La metamorfosis, de 1916, y un par de libros de relatos de escasa relevancia.

    Nacido en 1883, sin embargo, acaso no haya en toda la historia de la literatura europea de entresiglos un escritor más alejado de la bohemia que este judío bohemio. En efecto, el prestigio que como escritor no logró nunca Kafka en vida, lo había conseguido en el gris mundo de los seguros, en el que trabajó durante quince años, desde 1907 hasta su jubilación anticipada por problemas de salud en 1922, siendo ascendido regularmente en su puesto de trabajo de acuerdo con su buen hacer administrativo. Pero en el campo de la literatura, el único que le interesaba, Kafka no conoció nada parecido. Su nombre o el título de sus obras apenas pueden hallarse en reseñas literarias de la época y mucho menos en las páginas de alguna historia de la literatura o entre las líneas de sus contemporáneos, ni tan siquiera en el reducido ámbito de su Praga local. Y tampoco puede decirse de sus grandes novelas, publicadas contra su voluntad después de su muerte, El proceso de 1925 y El castillo, del 26, gozaran de gran éxito en su momento. Fue necesario que el mundo padeciera la pesadilla de Hitler y de Stalin en el poder, y toda una Guerra Mundial, Holocausto e Hiroshima incluidos, para que este joven austrohúngaro “taciturno, insociable, malhumorado, egoísta, hipocondríaco y realmente enfermizo”, según él mismo se describía en 1913, acabase siendo reconocido como el más nítido espejo de nuestro mundo contemporáneo. [E. G.]