TRÍADAS: 1.3.3 Suicidas

 

    Cuando, a principios del siglo XX, el novelista polaco Henryk Sienkiewicz reconstruye el suicidio de Petronio en su famosa novela histórica Quo vadis?, está intentando subrayar la profunda brecha que, según él, se abre en la Historia a partir de ese momento. A un lado queda el mundo antiguo, representado en toda su amplitud y sus límites por ese “árbitro de la elegancia” que se corta las venas en mitad de una fiesta sin perder la ironía: “Asesina, pero no escribas versos”. Al otro, la pareja protagonista, Marco Vinicio y Ligia, fervorosos cristianos a quienes está destinado el nuevo mundo. Para alguien tan católico y tan polaco -valga la redundancia- como Sienkiewicz, el suicidio de Petronio es un acto ajeno, propio de otra cultura, y así lo fue, de hecho, durante más de un milenio, en Europa. Pero, como vamos a ver en la tríada siguiente, la revolución intelectual del Romanticismo acabó con lo que venía siendo un profundo tabú entre los europeos, que, a partir de entonces aceptaron el suicidio como una posibilidad válida para dar fin a su vida.

    El rechazo a la muerte autoprovocada se asienta en la convicción religiosa de que nuestra vida es un don de Dios del que no podemos disponer libremente. Él nos da la vida y solo Él puede quitánosla. Era imprescindible que en Europa se pusiera en tela de juicio esa creencia para recuperar el derecho a la propia muerte.

    El dramaturgo alemán Heinrich von Kleist nació en 1777 en una familia de la nobleza militar prusiana y, como todos los jóvenes cultos de su tiempo, creció bajo la influencia de los ideales de la Revolución Francesa. Creía en la libertad como bien supremo del ser humano y de hecho, desde los 20 años lucho por la libertad de su país, en los campos de batalla y en los escenarios de teatro.

    Von Kleist, en 1809, a los 32 años había conocido a una mujer casada, Henriette Vogel, con la que mantuvo durante varios meses una relación sentimental, acaso platónica. Pero ella está enferma de cáncer y apenas le quedan unos meses de vida. El poeta, al mismo tiempo, siente que su mundo se derrumba a su alrededor: su patria no puede sacudirse el yugo del invasor, todos sus proyectos literarios -sus tragedias, sus periódicos...- terminan en fracasos, su propia posición social es insostenible, sin dinero y sin nadie que le apoye. Henriette y Heinrich dan con una última y definitiva salida, más allá de la censura social y religiosa. El día 21 de noviembre de 1811, acuden juntos a una posada a orillas del lago Wansee, en las afueras de Postdam, junto a Berlín. Ambos han escrito sendas cartas de despedida a su familia explicando su decisión: el escritor dispara a Henriette en el pecho, se introduce la pistola en la boca y, en un último acto de libertad, aprieta otra vez el gatillo.

    A lo largo de los siglos muchos escritores europeos han padecido grandes sufrimientos y, sin embargo, son pocos los suicidas. Con todo, rota la contención religiosa durante la Ilustración y pese a las leyes civiles, la nómina aumenta a partir del siglo XIX, y sobre todo en medio de la inmensa sucesión de catástrofes que asolaron la primera mitad del siglo XX.

    La poetisa rusa Marina Tsvietaieva había nacido en una familia culta de la alta burguesía moscovita y recibió desde niña la mejor educación en un ambiente sofisticado de arte y poesía. Su padre fue el fundador del actual Museo Pushkin y entre sus amistades había poetas de la talla de Osip Mandelstan, Boris Pasternak, Rainer Maria Rilke… Pero la vida de Marina Tsvietaieva fue un largo y doloroso tránsito hacia la miseria y la muerte. La Revolución de Octubre le obligó a permanecer en Moscú, donde su hija Irina murió de hambre, mientras su marido, Serguei Efron, huía con el ejército “blanco” derrotado. En el destierro de Praga y París carecieron casi de cualquier medio de supervivencia hasta el punto de que tanto su marido como su otra hija, Alia, la abandonaron: acusados en Francia de espionaje a favor de Stalin, ambos regresan en 1937 sin ella a Moscú. Cuando la propia Tsvietaieva hace el mismo camino de vuelta en 1939, Serguei y Alia ya han sido detenidos por actividades contrarrevolucionarias. Él será fusilado en 1941; ella pasará catorce años en el Gulag. A su vez, Marina, cuando Hitler invade la URSS, es aislada cerca de los Urales. El 31 de agosto de 1941, abandonada por todos y rechazada por los propios escritores soviéticos, Tsvietaieva deja de luchar: escribe sus últimas líneas de despedida y se ahorca.

    Y sin embargo, por esas mismas fechas, millones de europeos, judíos, gitanos, comunistas, opositores al régimen..., sobrevivían día tras día en los campos de concentración alemanes a padecimientos mucho más terribles que Tsvietaieva. Uno de esos supervivientes fue un estudiante de Química italiano llamado Primo Levi, al que aquella traumática experiencia convirtió después en un escritor de éxito.

    Levi fue detenido por ser de raza hebrea en diciembre de 1943 y conducido a Auschwitz, donde permaneció once meses hasta que los ejércitos soviéticos liberaron los campos. Que aquellos meses fueron terribles y que los padecimientos a los que se vio sometido habrían justificado para muchos el suicidio lo sabemos porque él no solo sobrevivió sino que dedicó buena parte de su vida a contar su experiencia. Su libro más importante, el que ha hecho de este científico uno de los escritores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, Si esto es un hombre, fue publicado con poco éxito en 1947 pero no ha dejado de ser leído desde entonces en todo el mundo. Y a este título sumó todavía otros dos contando el resto de su experiencia y sus reflexiones, para formar la Trilogía de Auschwitz, obra cumbre de lo que hoy se ha convertido en todo un subgénero narrativo, la literatura del Holocausto.

    El éxito de sus libros convirtió a Levi en uno de los grandes intelectuales europeos, entregado a reflexionar sobre lo que había sucedido, sobre lo que él mismo había padecido y a lo que había sobrevivido. Sin embargo, el 11 de abril de 1985, con 67 años, apareció muerto en el hueco de la escalera del edificio donde vivía en Turín: había caído desde el tercer piso. Como no dejó nota de suicidio, todavía hoy son muchos los que especulan con que su caída pudo ser accidental. [E. G.]