TRÍADAS: 1.2.2. Campesinos

Para Rafael Galé, maestro-agricultor en ciernes.            
 

    Nada más obvio, al parecer, para un campesino, sobre todo para un pastor del sur de Europa, máxime si es griego y más específicamente del Peloponeso, que ejercer casi a tiempo completo de poeta, cuerpo y alma entregados a la delicada tarea de versificar sus amores. Jacopo Sannazaro, napolitano de nacimiento, lo deja muy claro en su prólogo a La Arcadia: “Le silvestre canzoni vergate ne li ruvidi cortecci de’ faggi dilettino non meno a chi le legge che li colti versi scritti ne le rase charte degli indorati libri”, y parecen suscribir sus palabras escritores como el florentino Boccaccio, el portugués  Ribeiro , el francés d’Urfé o el inglés Sidney, e incluso sus propios seres de ficción: también Alonso Quijano y Sancho Panza proyectaron, tras sus caballerías, hacerse pastores y andar por los campos escribiéndoles versos a sus amadas. Y, sin embargo, entre todos esos creadores -Cervantes incluido-, ni uno solo se había manchado las botas con el polvo de una huebra o acarreando sirria de oveja. En realidad, y a pesar de tantas páginas bucólicas y bucoliconas, no resulta fácil encontrar escritores en Europa que lo hicieran.

    El poeta campesino por excelencia, el más vinculado a esta profesión, fue el escocés Robert Burns, el único cuyo sustento dependió de su trabajo en el campo y el que con más naturalidad hizo de su faenar literatura. Nacido en una familia de agricultores de las tierras bajas de Escocia, a mediados del siglo XVIII, durante toda su infancia y juventud trabajó en las sucesivas granjas en las que buscó sustento su familia, en Ayrshire, lo cual condicionó ya enormemente su acceso a la educación. Del mismo modo, de mayor continuó cultivando los campos para sacar adelante, con poca fortuna, a los nueve hijos que llegó a darle su esposa, Jean Armour. En resumidas cuentas, Burns fue agricultor, pero un agricultor fracasado, hasta el punto de que, agobiado por las deudas, llegó a firmar un contrato para hacerse cargo de una plantación de azúcar en Jamaica. Llegado a este punto, y como necesitaba dinero para el pasaje del barco, se decidió finalmente a publicar sus Poems, Chiefly in the Scottish Dialect, libro al que hoy debe su fama. De hecho, el éxito de su poemario fue tal que optó finalmente por quedarse en Escocia y volver a probar fortuna, de nuevo sin ella, en Ellisland Farm, Dumfriesshire.

    La agricultura fue, pues, la puerta de acceso de Robert Burns a la fama literaria. Y ya hemos visto en estas páginas que su poema más internacional, A un ratón, parte del acto habitual de labrar los campos durante el otoño para la siembra; más aún, el contacto directo del autor con la gente de la tierra, el hecho de que él mismo fuera a todos los efectos uno de ellos, fue lo que le puso en contacto con la lírica popular escocesa y con los ritmos y motivos que lo convirtieron en uno de los más grandes poetas de su época.

    Muy diferente, desde luego, fue la relación de Tolstoi con el mundo rural, por más que hacia el final de su vida nada pareciera interesarle tanto. Pero Lev Nikoláievich Tolstoi pertenecía a la aristocracia rusa y nunca llegó a superar del todo esa condición social originaria. De todos modos, el famoso cuadro de Ilya Repin, de 1887, que muestra a un conde Tolstoi de 60 años tirando de la esteva del arado, no es una alegoría ni una idealización sino que responde a una ocupación real del escritor cuando, en su época más idealista, a finales del siglo XIX, dejó casi de escribir llevado por su deseo de ser uno más de esos mujiks a los que tanto admiraba.

    De hecho, la principal relación de Tolstoi con la agricultura fueron los cientos de siervos semiesclavizados que trabajaban la tierra de su Yasnaia Poliana natal y tantas otras de su familia. Haber crecido en una gran propiedad rural y sentirse tan profundamente atraído por la vida de esos campesinos eslavos le daban al novelista un conocimiento tan intenso del campo ruso que llega a iluminar alguna de las páginas más inspiradas de su obras. Recordemos, como ejemplo, la pasión con que uno de los protagonistas -Levin- de Ana Karenina se entrega a las mejoras de sus fincas, trabajando con sus propias manos en las tareas más extenuantes, con una satisfacción personal casi candorosa. Es evidente que para Tolstoi el campo era, sobre todo, una idea, una gran idea regeneradora para el ser humano, pero su propia condición social y la educación que había recibido lo mantenían al margen, viendo y envidiando desde fuera ese para él idílico mundo rural, en una especie de esquizofrenia espiritual que solo sintetizó su muerte.

    El poeta español Miguel Hernández, en cambio, fue siempre, ante todo, un campesino, un auténtico pastor levantino de los que hubieran podido grabar sus poemas en las cortezas de los árboles si algún pastor hubiera hecho algo parecido alguna vez en algún sitio. Nacido días antes de la muerte de Tolstoi en una familia de cabreros del pequeño pueblo alicantino de Orihuela, el futuro poeta hubo de colaborar desde muy niño en el trabajo de su familia haciéndose cargo de uno de los hatos de ganado de su padre. Pocos casos hay en la historia de la  literatura  europea tan evidente de escritor autodidacta. Con solo la básica alfabetización de la escuela primaria, Hernández, en el campo con su ganado y los libros de la biblioteca pública, fue dando forma entre los 15 y los 22 años a una lengua literaria personal que solo la muerte pudo callar cuando el poeta tenía 31.

    Miguel Hernández dejó las cabras, a sus amigos y su Orihuela natal tras la publicación de su primer poemario, en 1933, y dedicó los cuatro años siguientes a convertirse en un poeta de éxito de acuerdo con la ortodoxia estética e ideológica del momento. Fue un buen poeta gongorino y un surrealista más entre tantos y escribió poemas de guerra cuando tuvo que ir al frente, pero hoy nos quedan de él, sobre todo, sus imágenes rurales de la Elegía a Ramón Sijé, las metáforas taurinas de sus mejores sonetos de amor, las cebollas de hiel que alimentaron a su hijo en una Orihuela represaliada. De todos los poetas europeos que conozco, Miguel Hernández es el más cercano, y el que menos se parece por lo tanto, a los bucólicos pastores de Sannazaro y Virgilio. Su amarga vida y su pronta muerte, sin embargo, confirman otro de los tópicos de estos paraísos pastoriles: Et in Arcadia ego. [E. G.]