SIGLO XVII: LA GRAN CRISIS DE LA GUERRA DE LOS 30 AÑOS

    Una de las razones históricas que nos permiten hablar de la existencia de una sólida unidad cultural europea más allá de cualquier otro tipo de división regional es, precisamente, el hecho de que Europa siguiera reconociéndose a sí misma como tal a pesar de la terrible guerra civil europea que se desató a partir de 1618. En ese momento, todas las tensiones que habían ido acumulándose como consecuencia de la gran fractura religiosa y política abierta tras la ruptura de la unidad confesional en la primera mitad del siglo anterior, se liberaron de forma violenta en un conflicto militar, la Guerra de los 30 años, que poco a poco fue involucrando a toda Europa, desde los Pirineos hasta el mar Báltico y desde la desembocadura del Rin hasta Transilvania. Católicos contra protestantes, germanos bávaros contra germanos sajones, españoles contra holandeses, católicos franceses contra católicos austriacos, suecos y daneses contra imperiales, húngaros entre sí… Sobre el campo de batalla del viejo Imperio Germánico, la Europa del siglo XVII se desangró durante más de tres décadas en una suerte de todos contra todos tras lo que latía en realidad una pugna brutal por la hegemonía europea en un contexto en el que por vez primera desde el siglo  VIII  no había que hacer frente común contra ningún enemigo exterior. Los motivos del conflicto fueron a la vez políticos, administrativos, religiosos y sociales y dejaron en evidencia, por vez primera, la falta de un proyecto social común y de algún tipo de autoridad única reconocida en todo el continente.

    Por otra parte, la enorme violencia, extensión y duración de la Guerra nos obliga a reflexionar acerca de las razones por las cuales, a pesar de todo, la unidad del continente no solo no se destruyó definitivamente sino que todavía se amplió más en el siglo siguiente. Dejadas a un lado las cuestiones religiosas, políticas y administrativas que habían sido las causantes del conflicto civil, resulta evidente que, tras la paz, Europa siguió siendo Europa debido a la solidez de las instituciones culturales comunes que se habían venido fraguando desde finales de la Edad Media, fundamentalmente las grandes universidades y las relaciones culturales e intelectuales de alto nivel entre personalidades de todo el continente educadas en los principios del Humanismo.

    Durante el siglo XVII, a pesar del fragor de los combates, en cualquier lugar de Europa el prestigio de las universidades como referente de una cultura común superior se mantuvo intacto. La peripecia personal de Johannes Kepler, protestante alemán formado en las ideas revolucionarias del católico polaco Nicolás Copérnico, cuyos trabajos fueron recibidos con aplauso tanto en Italia como en los Países Bajos, es un buen ejemplo de esta valoración del prestigio intelectual más allá de las creencias personales de los pensadores europeos de la época. Es cierto, sin embargo, que el control de las universidades del sur de Europa por parte de la Iglesia católica resultó catastrófico para su desarrollo en unas décadas fundamentales para la creación de la ciencia moderna. Con todo, el simple hecho de que siguieran con su funcionamiento tradicional, permitió mantener la red de contactos culturales con sus homólogas del norte y posibilitó que durante el siglo XVIII la recuperación intelectual de los países católicos fuera rápida y relativamente homogénea. Junto con estas instituciones culturales de prestigio pensemos también en la accesibilidad inmediata que proporcionaba al tejido intelectual europeo el mantenimiento del latín como lengua común de transmisión de los conocimientos prácticos y teóricos más avanzados y, sobre todo, el triunfo del Humanismo, por encima de los fanatismos religiosos más radicales, como interpretación definitiva del modelo europeo más elevado de la sociedad y del ser humano.

    Nos encontramos en plena Etapa Clásica de la cultura europea. El Renacimiento del siglo XVI había generalizado esa cosmovisión común europea basada en una reinterpretación adaptada del mundo grecorromano, puesta a punto por los humanistas a partir del siglo XIV. En el fondo, el paso del Renacimiento al Barroco no conlleva una diferenciación o una ruptura significativas pues nos encontramos tan solo ante una inflexión de grado, un ajuste en el modelo. El aprecio común por el mundo antiguo y su validez como punto de partida para la creación de un modelo cultural para Europa permanecen intactos. Por eso, en cuanto el conflicto bélico supera su fase más aguda a mediados de siglo y, exhausta la mayor parte del continente por el terrible cataclismo, se vuelve, en cierto modo, a la situación anterior -con Francia en lugar de España como potencia hegemónica-, este nexo cultural común, que nunca se había roto del todo, comienza a restañar las heridas de inmediato.

    De hecho, llama enormemente la atención la facilidad con que la Francia de la segunda mitad del siglo, la Francia de Luis XIV, se convierte en el modelo cultural privilegiado para toda Europa, no solo para quienes habían compartido con ella los sufrimientos y los triunfos de la guerra, sino de forma más sorprendente, para los que como España o Austria habían sido sus encarnizados enemigos o quienes como Inglaterra o los países escandinavos, podían considerarse sus rivales en el campo de la religión o del pensamiento político.

    Por encima de todo ello, la corte de Versalles va a convertirse, en las últimas décadas del siglo XVII y las primeras del XVIII, en el nuevo crisol cultural en el que se van a refundir los ingredientes de una nueva versión, la última, de ese mundo grecolatino que durante todos estos siglos venía proyectando sus ideales como plantillas sobre las que se levantaba la cultura europea. Todas las artes sufrieron de nuevo una regeneración que, conocida con el nombre de Clasicismo francés, daría lugar en el siglo siguiente al Neoclasicismo europeo. Por ese Clasicismo se vieron afectadas la arquitectura, la escultura, la pintura, la literatura e incluso una disciplina que tan poco vínculo directo podía tener con el mundo antiguo como la música. A su vez, el prestigio intelectual de Francia favoreció el éxito de las corrientes de pensamiento surgidas entre sus pensadores, sobre todo el racionalismo de Descartes. De este modo, a principios del siglo XVIII, a pesar de la Guerra de los 30 años, una Europa más fragmentada y enfrentada políticamente que antes se presenta ante la Historia más unida también en su faceta cultural y científica. [E. G.]