ITALIANO: LA LENGUA LITERARIA DE LA PENÍNSULA ITÁLICA

    El italiano ha sido ante todo y durante muchos siglos una lengua literaria, es decir, un registro lingüístico relativamente unificado propio de creaciones literarias que pretendían cierta relevancia intelectual. El proceso que llevó a esta especie de “koiné” literaria fue bastante temprano en la historia de la literatura europea y, sobre todo, exitoso y emulado.

    El origen del italiano como lengua literaria lo hallamos en la región de Florencia en torno al siglo XIII y tiene como referente principal la figura de Dante. Hasta ese momento, Europa no reconocía sino una lengua de cultura común, el latín, dotada de un prestigio religioso e intelectual incontestable e incomparable. En otro nivel inferior se hallaban las lenguas “vulgares”, limitadas al uso cotidiano y, en el ámbito literario, a la literatura de transmisión oral, incluyendo, en todo caso, las letras de los poemas cantados por los trovadores. Dante y, en general, los escritores de la Toscana de su tiempo –Guido Guinizelli, Guido Cavalcanti...- y los humanistas posteriores que lo adoptaron por modelo como escritor –Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio, por encima de cualquier otro-, fueron los primeros en atreverse a plantear una competencia directa entre la lengua latina y, en su caso, el romance florentino, en el ámbito de la creación literaria. Por supuesto, ellos no fueron los primeros en el uso literario del “vulgar”; su relevancia estriba, por un lado, en que se trataba de escritores que manejaban el latín con tanta o más competencia que la lengua de la calle y, por otro, en que los criterios de excelencia literaria que perseguían eran aplicados de forma equivalente a sus producciones literarias en ambas lenguas.

    Este paso fue trascendental para la evolución de la literatura europea a partir del momento en el que en todo el continente se asumió esa igualdad estética entre el latín y las lenguas populares. Por eso, a finales de la Edad Media, en todas las regiones lingüísticas europeas se puede asistir a un doble proceso: la selección, en cada una de las unidades administrativas del continente, de un determinado dialecto local como lengua culta de prestigio en competencia con el latín y la generalización de este dialecto como lengua común para el intercambio social y cultural.

    Lo particular de este proceso en la peninsula itálica fue que no había en la Edad Media ni hubo en mucho siglos una unidad política que se preocupara por potenciarlo. Tanto en el norte, sobre todo en Venecia, como en el sur, en Nápoles, las lenguas vulgares que se utilizaban en contextos de oralidad eran diferentes de ese toscano literario del que venimos hablando, y en el centro, en Roma, los ámbitos cultos o simplemente alfabetizados, seguían otorgando absoluta prioridad al latín. Sin embargo, a partir del siglo XIV todos los grandes escritores de la península aceptaron que esa lengua vulgar que habían prestigiado Dante, Petrarca y Boccaccio podía servir para otorgar categoría literaria a sus producciones lingüísticas. Ese toscano del siglo XIV, por lo tanto, podía llamarse italiano varios siglos antes de que existiera la propia Italia.

    Por supuesto, la fragmentación política favoreció la utilización de otros modelos lingüísticos. Muchas de las obras de Goldoni están escritas en veneciano y colecciones de relatos como el Novellino de Masuccio Salernitano pertenecen lingüísticamente a la literatura dialectal napolitana. Sin embargo, el prestigio literario del dialecto toscano hizo que una y otra vez los grandes escritores de la península renunciasen en sus obras más cultas a sus romances particulares. Eso sucedió, por ejemplo, en la Arcadia de Sannazaro, de origen napolitano, a principios del siglo XVI. Téngase en cuenta que el prestigio culto alcanzado por la lengua del Canzoniere de Petrarca en el siglo XIV hacía difícil que se consolidara literariamente otra modalidad dialectal; además, el éxito continental de las obras en vulgar de los grandes escritores toscanos había convertido su dialecto en una lengua internacional de cultura por lo que cualquier autor que buscara el reconocimiento general tendría que servirse de esa modalidad lingüística consolidada. Algo similar sucede en la obra poética de Giambattista Marino, también de Nápoles, pero cuyo éxito se generalizó a partir de su estancia en la corte francesa, donde el único italiano de prestigio era la variedad toscana de los Medici.

    Por el contrario, cuando el propio género literario favorecía la utilización de las variedades locales o cuando el contexto de producción de la obra literaria era más limitado, como sucedió con la gran mayoría de las farsas de Carlo Goldoni, por ejemplo, la lengua local, el veneciano en este caso, adquiere un papel mucho más importante. Con todo, en este caso también el triunfo del autor supuso su traslado fuera de este contexto inicial, a París, y con él, la búsqueda de una variedad lingüística más estandarizada y con más tradición literaria. A esto hay que añadir, además, que pese a su reducida relevancia política a partir del siglo XVI, la importancia cultural de la Toscana en el campo de la creación literaria fue enorme. Toscanos fueron el padre de la historiografía italiana,  Guicciardini, y el politólogo más leído de Europa, Maquiavelo, y en Florencia escribió, en ese toscano culto que ya recibía el nombre de italiano, el científico más influyente del siglo XVII, Galileo.

    En definitiva, después de las guerras napoleónicas, en la primera mitad del siglo XIX, la península itálica seguía dividida en una serie de estados más o menos independientes en los que se hablaban diferentes modalidades dialectales romances como el napolitano, el veneciano, el romano o el lombardo. Cuando a mediados de ese siglo se lleve a cabo la unificación, no va a ser de manos de los florentinos sino de los soldados del Reino del Piamonte. Sin embargo, los políticos de Turín tenían muy claro que no podían imponer sus particularidades al resto de la península y desde el principio buscaron lugares comunes de encuentro. Por ello, la primera capital de la Italia reunificada, aún sin los Estados Pontificios, fue Florencia y la lengua nacional elegida, ese florentino asentado desde hacía siglos con el prestigio del italiano. Ya se ha comentado en su lugar que el propio Manzoni, que había redactado una primera versión de su gran obra patriótica Los novios con gran cantidad de dialectalismos de su Lombardía natal, donde, por otra parte, se desarrollaba el argumento, rehízo su novela en una segunda versión de acuerdo con las normas lingüísticas más clásicas de ese toscano "nacional".

    En el siglo XX, el italiano ha seguido el proceso habitual de todas las lenguas estatales. De la literatura ha pasado a la administración y a la enseñanza y de ahí a los medios de comunicación y, poco a poco, a la lengua oral. De este modo, en la actualidad el italiano es la lengua oficial de  Italia , donde la hablan 55 millones de personas, y de una pequeña parte de Suiza. Sin embargo, en los ambientes más populares y tradicionales de amplias zonas del norte y del sur de la península, siguen siendo habladas con normalidad  variedades dialectales de otras lenguas de la misma rama italo-dálmata, a la que pertenece el italiano, como el siciliano y el napolitano, e incluso de lenguas del grupo galo-italiano, más alejadas del italiano estándar, como el piamontés, el lombardo o el veneciano, que carecen, sin embargo, de un desarrollo literario relevante. [E.G.]