COMEDIA: UN ESPACIO PARA LA SONRISA Y LA SÁTIRA

    La recuperación de la comedia como género dramático de tradición clásica dentro del esquema general de la literatura europea es uno de los procesos más largos e ilustrativos de la construcción, consolidación y disolución de nuestra cultura.

    La comedia como género teatral tenía una identidad perfectamente establecida durante el periodo grecorromano, aunque todo hace pensar que en la época imperial sufrió el mismo proceso de desafección por parte del público que el resto de la dramaturgia clásica. Si a esto añadimos el nulo interés mostrado por la cultura judía hacia el teatro y, en consecuencia, los profundos recelos del Cristianismo hacia ese tipo de manifestaciones culturales, podremos entender sin dificultad que se abriera en la civilización occidental una profunda brecha en la continuidad de los espectáculos dramáticos seculares que se prolongó durante más de mil años.

    Cuando comenzó a fraguarse una cultura protoeuropea en los reinos germanos que habían ocupado el Imperio de Occidente, los textos teatrales casi habían desaparecido y los edificios habían perdido su finalidad original; además, como los propios germanos nunca habían practicado esta modalidad literaria, la posibilidad de la representación ni tan siquiera se contemplaba. Solo el prestigio de la cultura latina, elemento constitutivo permanente de creación de Europa, permitió que los últimos vestigios escritos de la comedia de la Antigüedad no desaparecieran y que, sobre todo, el nombre y las obras de Terencio, supusieran una presencia vaga pero constante en el continente.

    De todos modos, que el concepto de comedia como género teatral había desaparecido por completo lo evidencian las tres obras literarias más relevantes que se escribieron con ese nombre durante la Edad Media. La monja sajona Hroswitha, en el siglo X, entiende “comedia” tan solo como texto hablado por los personajes; sus piezas no están pensadas para la representación y no pasan de ser breves apólogos dialogados. La Comedia de Dante, en la Italia ya prerrenacentista del siglo XIII, ni siquiera se plantea el estilo dialogado. Que el autor florentino titule Comedia a su narración versificada tiene que ver con el tipo de lengua utilizado, el “vulgar”, y con la inferior categoría de éste frente al latín; tal vez, también, con el hecho de que el final de la obra sea positivo, con que el paseo del protagonista lo lleve del Infierno al Paraíso. La Comedia de Calisto y Melibea, por último, del universitario salmantino de finales del siglo XV Fernando de Rojas, buen lector de Terencio, sigue sin tenerse en cuenta las condiciones de representabilidad de la obra; aparte de que deben ser sus propios amigos quien le recuerden al autor que una “comedia” no puede acabar con la muerte de la pareja protagonista.

    En realidad, a pesar del auge del teatro en el siglo XVI, solo a partir del  XVI I el conocimiento de los textos clásicos y, sobre todo, de la sociedad grecorromana llegó a ser tan completo y el interés de los intelectuales europeos por la recuperación de esta herencia mítica tan intensa como para reconducir este tipo de espectáculos hacia lo que técnicamente se aceptaba como “comedia” o como “tragedia”. Sin embargo, antes, todavía a finales del siglo XVI, en Inglaterra y en España lograron un éxito generalizado dos propuestas teatrales sin pretensiones clasicistas. Tanto la comedia isabelina de Shakespeare, del tipo El sueño de una noche de verano, como la comedia clásica española de Lope de Vega, con obras como La dama boba, no se preocupaban por seguir los ya entonces bien conocidos prototipos textuales de la Antigüedad sino que desarrollaban nuevos modelos de construcción y de representación de la obra, avalados por su éxito entre un público que de nuevo abarrotaba los teatros como en Grecia y en la Roma republicana.

    Pero no fueron estos modelos heterodoxos los que triunfaron finalmente en la Etapa Clásica de la cultura europea sino la comedia mucho más ortodoxa que perfeccionó y popularizó Molière en la corte de Luis XIV con su Tartufo y que daría lugar a la comedia neoclásica. Este modelo se construyó fundamentalmente sobre el prestigio, una vez más, de la Comedia Nueva romana y de las obras de Terencio. Se trata, por lo tanto, de un subgénero de gran contenido moral y ambiciones literarias, que se sirve de un registro culto de la lengua y no se interesa tanto por la carcajada como por la sonrisa. Se respetan las unidades de lugar, tiempo y acción; el final es feliz y los personajes pertenecen a una respetable clase media entre la que no desentonan ni siquiera los educados criados a su servicio. Por supuesto, no hay lugar para escenas soeces o para el lenguaje vulgar de la calle aunque, a pesar de todo, en ocasiones el contenido moralizador de las obras podía llegar a crearle problemas al autor con la censura.

    El siglo XVIII difundió este modelo desde la Francia de Beaumarchais y su Barbero de Sevilla hacia la Venecia de Goldoni y su Posadera, la España de Moratín y El sí de las niñas y, en general, todo el resto de la Europa ilustrada y neoclásica. Sin embargo, con la entrada de la literatura europea en la Etapa Disolvente y el interés de los autores románticos por la mezcla de géneros, Comedia y Tragedia confluyeron en lo que se conoce como Drama romántico. Por eso durante los siglos XIX y XX apenas hay auténticos comediógrafos en Europa. De hecho, como pura “comedia” solo se pueden destacar las obras dramáticas de Óscar Wilde, con una pieza como El abanico de lady Windermere, de auténtica raigambre molieresca, y otra, La importancia de llamarse Ernesto, que acaso sea la única obra del teatro europeo de la época que, con las limitaciones propias del “buen gusto” victoriano, puede medirse lingüísticamente con el teatro de Aristófanes.

    Por último, durante las Vanguardias, de nuevo se vuelve a recuperar el valor literario del humor y de la carcajada y, tanto el teatro expresionista de Brecht como el teatro del absurdo de Beckett se aprovechan de muchos elementos, sobre todo lingüísticos, de la comedia antigua. De todos modos, calificar estas obras como “comedias” traicionaría la intención literaria y estética de sus autores. [E.G.]