LÍRICA AMOROSA: LOS MODELOS DE AMAR EUROPEOS

    El amor de un hombre por una mujer es el sentimiento que con mayor frecuencia ha servido como tema de composiciones líricas en la historia de la literatura europea. Curiosamente, sin embargo, desde el punto de vista cronológico, no es este el modelo de relación amorosa que encontramos en los primeros testimonios de la lírica del continente sino el contrario, la expresión apasionada de los sentimientos de una joven por su enamorado. Estos poemas líricos primitivos de los Orígenes de nuestra literatura muestran sus ejemplos más antiguos en las jarchas mudéjares de la Bética andalusí que algunos poetas árabes insertaron en sus moaxajas. Es una poesía popular, acaso cantada, de los siglos XI a XIII, en la que una muchacha lamenta la ausencia de su amado en breves composiciones dirigidas a su madre. Buena parte del interés de los escasos restos conservados reside en las similitudes temáticas y formales que comparten con otro tipo de lírica, también hispánica y popular, conservada en la costa atlántica en lengua galaicoportuguesa, las cantigas de amigo, que podrían hablar, en conjunto, de un sustrato lírico común a toda la Romania.

    En cualquier caso, estas cantigas de amigo conviven en el tiempo y el espacio con las cantigas de amor, en un contexto cultural ya plenamente europeizado a través del cordón umbilical que fue para la península ibérica el Camino de Santiago. Por ello, la lírica galaicoportuguesa de los siglos XII y XIII puede considerarse, en realidad, una variante regional de la lírica de los trovadores, el primer gran movimiento global de la lírica europea de la Etapa Constituyente. Los trovadores y el mundo feudal en el que estos poetas produjeron sus obras desarrollaron una estética propia para la expresión del sentimiento amoroso, la fin´amors o amor cortés. Esta lírica trovadoresca se originó a principios del siglo XII en la Provenza y el Languedoc, en la lengua romance de la zona que hoy se conoce como Occitania, y desde allí se extendió por Aragón, Aquitania, Francia, Lombardía, Suabia, Baviera y, como hemos señalado ya, hasta el Finis Terrae portugués. Era una poesía concebida para el canto y, por lo tanto, se acompañaba de música. En ella, la expresión del sentimiento amoroso tomó ya la forma que se impondría de forma estandarizada en la lírica europea de todos los tiempos: el poeta lamenta el dolor que le provoca el amor que siente por una dama que no le corresponde.

    A partir de ese momento la lírica amorosa ha sido durante siglos en Europa la expresión de un anhelo y de una carencia. Apenas existen cantos de amor gozoso, en el que se celebre la consumación ya no sexual sino simplemente sentimental, de la pasión humana. Incluso la propia relación física, inherente al sentimiento amoroso natural, fue casi desde el principio desterrada de este tipo de literatura, considerándose su mera mención expresa de mal gusto y antipoética.

    Desde los trovadores provenzales –y sus derivados portugueses, franceses y germanos- el poeta es un hombre enamorado que dirige la expresión poética de su amor a una mujer. Esta rechaza ese sentimiento, lo ignora o lo desdeña, causando dolor al poeta. El tópico de la mujer casada, que, por ello, recibe el amor del poeta como símbolo de una sumisión sin contraprestaciones, pese a ser el más típico de la lírica de los trovadores, no se generalizó. A partir del “dolce stil nuovo” toscano, que renovó la estética trovadoresca a partir del siglo XIV, no hay otra razón para el rechazo de la dama que no sea el propio complejo de inferioridad que siente el poeta o, en todo caso, la muerte de la dama. Esta nueva escuela poética, cuyos principales representantes son el Dante de la Vita nuova y, sobre todo, Petrarca, hace del amor un sentimiento casi intelectual, que prácticamente prescinde de la realidad humana de la mujer amada, y lo sublima de tal manera que acaba trasladándolo al ámbito de la religión: el amor humano se disuelve, desde un perspectiva neoplatónica, en un sentimiento mucho más puro, el amor de Dios por sus criaturas.

    Este modelo lírico de amor espiritualizado propuesto por el Canzoniere de Petrarca se generalizó por toda Europa durante el Renacimiento. Así, si queremos encontrar algún otro tipo particular de expresión amorosa en la lírica europea tenemos que remontarnos a la lírica latina de los goliardos, donde el amor conserva todavía la pulsión sensual propia de la lírica popular, o esperar hasta el siglo XVI a poetas en cierto modo marginales como el Aretino, que juega a romper y superar las convenciones petrarquistas cantando de forma procaz los placeres del sexo. También en esta misma época podemos hallar otras expresiones heterodoxas del sentimiento amoroso como la manifestación del dolor de una mujer por su marido muerto (Vittoria Colonna), la atracción física del poeta por otro hombre (Miguel Ángel Buonarotti y William Shakespeare) o el amor místico del ser humano hacia Dios (San Juan de la Cruz). De todos modos, lo más habitual sigue siendo el recurso a la expresión estereotipada fijada de antemano por los clásicos italianos y reproducido con mayor o menor individualidad en España (Garcilaso, Herrera), Portugal (Sá de Miranda, Camôes), Francia (Du Bellay, Ronsard), Inglaterra (Wyatt,  Sidney )...

    A lo largo de toda la Etapa Clásica, la expresión del sentimiento amoroso o sigue este canon petrarquista con la mínima libertad que permitía el modelo o, ya en el siglo XVIII, se adapta a determinadas innovaciones, también puramente retóricas, de origen grecorromano, como la poesía anacreóntica, que permitía una mayor aproximación a los aspectos carnales de la relación amorosa. Con todo, el verdadero cambio se produce en la primera mitad del siglo XIX, durante el Romanticismo, como consecuencia del afán de sinceridad biográfica que se apodera de la literatura europea en ese periodo. De acuerdo con la agitada vida personal de muchos de los poetas románticos, la pasión amorosa desborda en versos a menudo escandalosos para los lectores de la época, donde la amada aparece como mujer de carne y hueso, y el amor se empapa por vez primera de deseo.

    Sin embargo, el mayor cambio se produce a mediados de siglo cuando, a partir de Las flores del mal de Charles Baudelaire, se modifica el propio modelo de la mujer amada. Hasta entonces, desde los trovadores, la dama se caracterizaba por tratarse de ser idealizado en el que se encarnaba una categoría superior de la Humanidad, digno por ello de ser amado. A partir del Romanticismo, en cambio, el prototipo de mujer pasa a resumir el catálogo de frustraciones materiales y espirituales del escritor. El objeto de su amor va a ser la mujer vampiro, la joven descarriada o libertina, incluso la prostituta, seres marginales o diabólicos que no solo no purifican al poeta sino que causarán su destrucción, consentida e incluso deseada. Lo que no cambia es que sigue siendo el hombre quien proyecta sus sentimientos sobre la mujer amada.

    Es difícil, incluso en esta última Etapa Disolvente, encontrar ejemplos relevantes de poetisas europeas que hayan dedicado sus versos al amor. Podemos destacar, con todo, a Elisabeth Barrett Browning, cuyos poemas a su esposo son mucho más clásicos, sin embargo, que los de cualquier otro escritor de su tiempo. También podemos destacar como obras renovadoras de la temática amorosa, ya en el siglo XX, los exaltados versos de amor homosexual del poeta decadentista griego Konstantinos Kavafis, que, sin embargo, no tuvieron repercusión global hasta la segunda mitad del siglo, y el Diario de un poeta reciencasado, de Juan Ramón Jiménez, en el que el amor marital se transforma en auténtica poesía metafísica. En realidad, el propio tema amoroso, el más común en otras épocas, ha sido poco tratado por la poesía lírica de este último siglo. Recuérdese al respecto la frase de Theodor Adorno en 1951, tan excesiva pero tan propia, a la vez, de su momento histórico: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. [E.G.]