TEORÍA DE LA CONTINUIDAD RECONSTRUIDA

 

    En sí misma, la coronación de Carlomagno como Emperador en Roma por el papa León III en la Navidad del año 800 no pasaba de ser una ceremonia anacrónica y ocasional. Como resalta la historiografía moderna, para el rey de los francos, recibir la corona imperial era, sobre todo, un acto político dirigido a consolidar sus derechos de conquista sobre suelo italiano y su alianza con el Papado. Y no parece que fuera menos puntual la intencionalidad de León III en aquel acto. En ausencia de un emperador legítimo en Constantinopla, la coronación de Carlos en Occidente venía a consolidar la posición de Roma como cabeza teórica de la Iglesia y, en lo político, reforzaba una colaboración con el reino franco que ya le había permitido al Papa hacerse con el poder en toda la franja central de la península itálica. Semejantes urgencias tácticas hacían presumible la vigencia transitoria de ese acto y sus escasas repercusiones prácticas. Nadie, sin embargo, ni los propios protagonistas, podían imaginar la extraordinaria trascendencia simbólica de esa ceremonia.

    A partir del siglo X, cuando la presión de Bizancio, los árabes y las tribus centroasiáticas sobre Europa comience a disminuir, el modelo carolingio, basado en la colaboración de un rey germano y el obispo de Roma, actuando ambos como representantes de instituciones supremas y unitarias de ámbito continental y ascendencia romana, se convierte en el primer gran hito de la mitología europea. A partir de ahí, el concepto romano de “Imperio” y el concepto cristiano de “Catolicismo” dotaron al imaginario europeo de la imagen de una unidad esencial frente a los condicionamientos prácticos de una irreductible fragmentación administrativa. La historia de Europa desde ese momento y al menos hasta principios del siglo XX, ha girado durante más de 1.000 años en torno a la reconstrucción de esa teórica continuidad que unía el mundo de Augusto con el de Carlomagno a través de Constantino.

    Para evocar mínimamente la importancia de esta exigencia de continuidad, piénsese que actos tan complejos y de tanta repercusión a lo largo de una serie tan larga de siglos como la coronación de Otón III en Roma en 996, la de Carlos V en Bolonia en 1530 e incluso la de Napoleón I en París en 1804 se propusieron de forma consciente imitar y aprovechar en beneficio propio la imagen mítica de aquella Navidad romana del año 800. Y, de hecho, tendrá que llegar la proclamación de Guillermo I en Versalles en 1871, ya en plena Etapa Disolvente, para que esa continuidad sea desdeñada.

    En este mismo campo de la política, igual que hemos aludido a la noción de Imperio, podríamos referirnos a la de Democracia. Desde la Revolución Francesa y la Independencia de los EE.UU., la idea de que un estado puede gobernarse de forma directa a través del voto de sus ciudadanos buscó de inmediato líneas de continuidad con la Antigüedad grecorromana. Así, el gorro frigio de Marianne o del sello del Senado estadounidense y las fasces de la Convención o del Congreso remiten a una reivindicación de la República Romana que en el caso de Francia, hizo que entre 1799 y 1804 fuera, incluso, gobernada por “cónsules”. Y del mismo modo ahora, las apologías de la democracia suelen echar mano de la referencia clásica de la Atenas de Pericles para trazar una continuidad de prestigio, soslayando sin demasiado pudor todo lo que de racista, imperialista y demagogo tuvo aquel régimen democrático. De hecho, el señuelo de la tradición grecorromana, de la continuidad esencial del mundo europeo con el mundo de la Antigüedad es tan grande que la búsqueda secular de esos referentes ha de considerarse una de las señas de identidad de Europa y abarca todos los órdenes de nuestra cultura.

    En otro ámbito, el administrativo, la búsqueda de la continuidad con las demarcaciones regionales del Bajo Imperio ha modelado igualmente la configuración de los estados que formaron parte del Imperio. La hallamos, por ejemplo, en los conflictos religiosos derivados de la reconstrucción de las diócesis visigodas en los nuevos reinos formados durante la Reconquista. Así sucede en la reasignación de las sedes y de sus demarcaciones, como en Teruel-Albarracín-Segorbe, o en los conflictos de poder derivados de las vicisitudes históricas como Tarragona-Toledo o Santiago-Braga... Igualmente podemos ver las huellas de esas demarcaciones como soporte de las más variadas reivindicaciones territoriales o de sus soluciones, como la reclamación por Luis XIV de la Galia Belgica en el siglo XVII, el tratado de Corbeil que ajustó la frontera norte de la Corona de Aragón a la partición entre Galia e Hispania, en el XIII, o la fijación de la frontera entre Escocia e Inglaterra a lo largo de la Edad Media de acuerdo con los límites de la Britania romana.

    Y lo mismo sucede en el ámbito jurídico con la recurrencia permanente, desde la época de los reinos germánicos hasta el código napoleónico, al Derecho Romano como fuente para el reconocimiento de un sistema de derechos civiles europeos, o en el económico con la reconstrucción de una sociedad urbana en la que el suministro de una serie de servicios básicos garantizados por el Estado se sustenta sobre los impuestos de sus ciudadanos. Por último, en el ámbito artístico, que es el que aquí más nos interesa, ese mismo proceso se refleja de una forma aún más intensa con la restitución de todo un legado de tradición grecorromana que abarca todas las disciplinas de la creación desde la escultura y la arquitectura hasta el teatro y la poesía.

    Por ello, en nuestra Antología Mayor hemos tratado con especial mimo a los escritores que representan, en el punto más frágil de nuestra historia, esta voluntad de continuidad, sobre todo en la medida en que se constata hasta qué punto su labor era compleja y voluntariosa. Hemos resaltado, por ejemplo, el papel de Hroswitha de Gandersheim, la monja sajona que desde su convento, en pleno siglo X, trataba de reconstruir el teatro de Terencio sin haber asistido nunca a una representación teatral. Hoy en día puede resultar ingenua y fútil esa pretensión pero el esfuerzo de Hroswitha seguía el mismo camino que la gran tarea recopiladora de Isidoro de Sevilla, que sistematizó todo el saber antiguo en una sociedad que se venía abajo, o la de Poggio Bracciolini rescatando de los antiguos monasterios medievales la única copia superviviente del De rerum natura de Lucrecio.

    Cierto es que despúes, esas referencias resultan tan manifiestas –el Virgilio de Dante, la mitología de  Os Lusiadas , las tragedias de Racine, cualquier escultura de Canova, la columna de Nelson, Olympia de Riefenstahl-, que pueden hacernos olvidar que en realidad esa continuidad que proclaman es ficticia. Por ello, es esencial insistir aquí, como uno de los fundamentos de nuestra historia de la literatura europea, en que nos hallamos siempre ante reconstrucciones intencionadas y, sobre todo, de algún modo interesadas. [E. G.]