1922: JACINTO BENAVENTE - LOS INTERESES CREADOS

 

I: JACINTO BENAVENTE

    El dramaturgo español Jacinto Benavente nació en 1866 en Madrid, donde vivió toda su vida de forma desahogada, dedicado a la creación literaria. En 1892 comenzó a publicar teatro, poesía y cuentos pero su primer estreno, El nido ajeno, no se produjo hasta 1894. En sus primeras obras se dedicó a criticar a las altas clases de la sociedad, pero esta crítica va diluyéndose posteriormente. En 1899, fundó el Teatro Artístico, en el que colaboró Valle-Inclán, con un repertorio esteticista y regeneracionista minoritario, cuya referencia más cercana era el Teatro Libre de París. El éxito le llega poco después con La noche del sábado (1903) y, sobre todo, Los intereses creados (1907), considerada su obra maestra.

    Benavente ingresó en la Real Academia Española en 1912, ocupó, incluso, un escaño en el Congreso de los Diputados en 1918 y en 1922 recibió el Premio Nobel de Literatura. Durante la Primera Guerra Mundial se declaró germanófilo y en los años 20 mostró cierta connivencia con la dictadura de Miguel Primo de Rivera, lo que le valió el desprecio de la intelectualidad. Sin embargo, durante la II República fue cofundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética y homenajeado repetidamente por el Gobierno. Todo esto le creó serias dificultades durante los primeros años de régimen franquista, llegándose al extremo de permitirse la puesta en escena de sus obras pero sin indicar su nombre. Finalmente, su fama internacional y sus demostraciones de adhesión al nuevo gobierno acabaron con el silencio oficial de la censura, permitiéndole llegar a ser presidente honorífico de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles de 1948 a 1954, fecha de su muerte. En resumen, sus variadas y contrapuestas actitudes políticas e ideológicas lo definen como acomodaticio, burgués y conservador.

    En su producción teatral abordó casi todos los géneros: tragedia, comedia, drama, sainete, y todos los ambientes, rural, urbano, plebeyo y aristócrata. La comedia benaventina típica, costumbrista, incisiva y buena conocedora de todos los recursos escénicos, supuso una reacción contra el melodramatismo del también Nobel Echegaray. Realismo, naturalidad y verosimilitud son los tres supuestos de que parte el arte de Benavente, sin excluir cierto hálito de poesía o de exquisita ironía.

    A partir de 1901, su teatro adquiere mayor profundidad con obras como La noche del sábado (1903) y Los intereses creados (1907), su mayor éxito, hábil combinación de sátira y humor, donde culmina su arte innovador. En ella se ponen en movimiento los personajes de la commedia dell'arte italiana, y se hace una sutil y perspicaz crítica del positivismo imperante en la sociedad contemporánea. Señora ama (1908) y La malquerida (1913), otros grandes éxitos del autor, pertenecen al subgénero del drama rural y presentan como personajes centrales caracteres femeninos dominados sexualmente por hombres de escasa altura moral.

    En total Benavente escribió 172 obras, que coparon los escenarios españoles del primer tercio del siglo XX, y aún continuará su presencia hasta mediados de siglo, siendo el autor más popular de su tiempo. Sin embargo, su mejor teatro, a juicio de los estudiosos, es el de su primera etapa, la que va desde finales del XIX a los años 20. Esta etapa supone una ruptura con el posromanticismo, incorporando el teatro realista a la escena española. Es un teatro en prosa con estilo naturalista, acorde con la tendencia de otros autores europeos del momento. No obstante, su teatro tiene una serie de limitaciones importantes: una excesiva verbosidad que lastra la acción, el estancamiento en fórmulas teatrales de principios de siglo XX y la dependencia del consumo comercial de la burguesía, sin traspasar los márgenes de una crítica que esta pudiera soportar. Por ello, su teatro muere con la sociedad a la que iba destinado.

 

II: LOS INTERESES CREADOS

    Un siglo después de su estreno, la lectura de Los intereses creados de Jacinto Benavente sigue dejando el mismo regusto agradable, levemente ácido y encantador que le dio el éxito del público y de la crítica en 1907, y que tanto contribuyó a la posterior concesión del Premio Nobel. Con todo, la obra, en sí, es una nadería. El autor plantea un engaño amoroso banal de principio a fin sin sorpresas ni refuerzos argumentales. Toda la comedia se compone de tópicos, sin ninguna innovación lingüística, escenográfica o sicológica digna de mención. Se trata solo de un juguete escénico, una burbuja dramática tornasolada que la más mínima agudeza crítica haría estallar. Sin embargo, nada de esto la perjudica como obra literaria pues el autor parece haber sabido dar con el punto justo en la mezcla de sus ingredientes para lograr a la vez la satisfacción del público y el asentimiento de la crítica.

    En primer lugar, Benavente fue capaz de elaborar una pieza de crítica social sin necesidad de mostrar la sociedad a la que criticaba. El tono del lenguaje, las peripecias del argumento y los propios personajes remiten, en todo caso, al Siglo de Oro español, más aún italiano, y son los espectadores quienes han de establecer la transposición a su propia época. Solo algún detalle del discurso final de Crispín alude directamente a la España del Desastre, para que no queden dudas al respecto. Pero para Benavente parece requisito esencial la intemporalidad de su obra; de hecho, no aparece en escena ningún político, que hubiera sido el tipo de personaje más difícil de maquillar en este contexto. Militares, poetas, leguleyos, comerciantes… todos ellos son objeto de sátira a través de sus imágenes tópicas, pertenecientes o vinculadas a la Commedia dell’arte, elemento fundamental para que el conjunto de la pieza funcione.

    Se ha investigado a fondo la procedencia del argumento de la obra, derivado, sin duda, de una comedia menor de Lope de Vega, El caballero de Illescas. La existencia de este precedente dota de mayor interés al trabajo creativo de Benavente. La modernización de su modelo no consistió en una adaptación a un contexto actualizado, como habría podido esperarse, teniendo en cuenta la ya sólida trayectoria del autor. Por el contrario, lo insertó en un ámbito de creación todavía más literario, el mundo irreal de las farsas italianas clásicas. De este modo, Benavente aprovechó la atemporalidad de la comedia y del arte dramático en general. Solo un personaje, Sirena, la celestina de alto copete que gestiona los amores de la pareja protagonista, remite más bien a la tradición clásica castellana, de Calderón o de Gracián, pero en ningún caso a la literatura contemporánea del autor.

    Otro acierto de la obra, que podía haber sido otra de sus fallas, es la sencillez y linealidad del argumento. Crispín parece llevar desde el principio todo su engaño en la cabeza y este va desarrollándose hasta el final de acuerdo con sus planes. El militar y el poeta se pondrán de parte de su amo desde el principio; el hostelero y el abogado querrán cobrar más allá de cualquier otra consideración; madre e hija caerán prendadas del protagonista, y el padre, por fin, cederá a sus presiones. Y así sucede, en todos los casos.

    Pero, si la obra es tan simplona y previsible, ¿a qué debió su éxito en su momento y su pervivencia en el tiempo como una de las grandes obras de teatro de Benavente y de su época? Resulta claro que es, precisamente, su falta de contemporaneidad lo que la salva. Nos hallamos ante una pieza dramática clásica, que pone en escena un juego literario bien trabado de acuerdo con unas técnicas conocidas, compartidas y valorados por el autor y el público. Comedia clásica, pues, en el sentido en que pueden serlo La posadera de Goldoni, El enfermo imaginario de Molière, Mucho ruido y pocas nueces de Shakespeare o La aulularia de Plauto. El autor sube a las tablas textos agradables, levemente críticos, con un argumento sencillo, un lenguaje ameno y unos personajes simpáticos con los que no nos importaría codearnos. La obra se convierte en un entretenimiento formativo: señala ciertos defectos de nuestra sociedad y nos ofrece la posibilidad de superarlos y de seguir nuestra vida despreocupados. Jugamos a ser convertidos en arte, de acuerdo con unos cánones que estamos acostumbrados a apreciar, y agradecemos la molestia de que se piense en nosotros con indulgencia y sin ira. Estaríamos dispuestos, pues, a repetir en cualquier otra ocasión. Hasta la próxima, don Jacinto: se ha ganado usted el Nobel. [E. G.]