SIMBOLISMO: EL MALESTAR DEL FIN DE SIGLO

 

    Varias son las cuestiones previas que plantea el estudio del Simbolismo decimonónico como categoría histórica. En primer lugar, su propia caracterización como una etapa individualizada en el desarrollo de la cultura europea es ya un punto de partida muy discutible. Y es imprescindible también establecer las relaciones estéticas entre lo que comúnmente se conoce como Simbolismo francés y otros diversos movimientos de renovación artística que se dieron en Europa en la segunda mitad del siglo XIX como el Prerrafaelismo inglés, el Decadentismo francés e italiano, el Modernismo hispánico o el Jugendstyl o la Sezession germánicos. Más allá de las diferencias más evidentes, para una visión amplia y conjunta de la cultura europea habremos de plantearnos si es posible sintetizar bajo un único membrete el espíritu de esta época, las décadas finales del siglo XIX y el principio del XX.

    Pero cabe pensar, también, que la mejor opción fuera tan simple como recurrir a una definición amplia de Romanticismo, que podríamos subdividir en Prerromanticismo –finales del XVIII y principios del XIX-, Romanticismo propiamente dicho –c. 1815 / c. 1860- y Simbolismo –último tercio del XIX y primera década del XX. Ciertamente la estrecha relación del Simbolismo con el Romanticismo es indiscutible: predominio de la subjetividad, renovación formal y temática, conflicto entre el creador y la sociedad, individualismo... En cierto modo, el Simbolismo vendría a ser la lógica evolución de una ética romántica que ha renunciado a actuar en sociedad. A partir de ahí aumenta el aislamiento del creador y su inmersión en un mundo creativo autónomo y personal que a su vez se corresponde con un rechazo mayor o menor de esa misma sociedad en la que crea.

    El problema de alargar el concepto de Romanticismo hasta el origen de las Vanguardias no estriba en las características internas del periodo ni en su amplitud de más de cien años –similar a otras etapas de la cultura europea como el Renacimiento o la Edad Media Central-, sino en la dificultad para encajar en esta secuenciación otra de las etapas estandarizadas de la cultura europea, el Realismo. De acuerdo con la división tradicional el Realismo aparece al final del Romanticismo y concluye con la aparición del Simbolismo y las demás “escuelas simbolistas” del cambio de siglo. El Realismo sería una reacción al subjetivismo romántico y el Simbolismo, al prosaísmo realista. La secuencia resulta cómoda y clara pero plantea muchos problemas. No explica las similitudes ya mencionadas entre las corrientes artísticas de principio y final del XIX pero, sobre todo, soslaya la excepcionalidad de que el Realismo sea un movimiento artístico más limitado que cualquier otro de los que establece la periodización clásica. Las grandes etapas de la literatura europea se corresponden con tendencias generales y amplias de pensamiento y creación que afectan a todos los ámbitos culturales europeos, mientras que el Realismo se limita a la producción narrativa, en menor medida al teatro y, en todo caso, a la pintura, y solo durante las décadas centrales del siglo XIX (1840-1880, aprox.).

    Dejando aparte estas cuestiones relativas a la secuenciación general, lo que resulta indiscutible es que en el último tercio del siglo XIX parece reforzarse una serie de tendencias estéticas que ya se habían desarrollado a principios de siglo pero que hacia 1850 habían quedado marginadas. El Simbolismo y los otros movimientos culturales relacionados con él recuperan el interés romántico por la irracionalidad, por la autonomía del creador dentro de la sociedad, por el individualismo, la egolatría y la marginalidad del artista y por su fe en la superioridad de su actividad creadora, al mismo tiempo que rechazan el modelo de sociedad burguesa demócrata, capitalista e industrializada consolidado en casi toda Europa tras las revoluciones de 1848.

    El desarrollo de esta renovación o revalorización estética comienza en Francia, o más concretamente, en París, en torno a 1860. Es relevante la precisión acerca de la trascendencia de la capital francesa porque uno de los rasgos innovadores de estos movimientos va a ser su carácter urbano, como consecuencia del desarrollo de las grandes capitales europeas de la modernidad. Tiene más sentido hablar de un Simbolismo parisino, del mismo modo que el Prerrafaelismo será londinense, la Sezession será vienesa y el Modernismo barcelonés, madrileño o bonaerense .

    Muy cercanos al Simbolismo francés se encuentran tanto el Prerrafaelismo británico como el Modernismo hispánico, ambos, al mismo tiempo, dotados de características peculiares. El Prerrafaelismo, desarrollado de forma paralela al Simbolismo francés, se caracterizó por la búsqueda de una belleza sensual y espiritual en mundos antiguos e irreales, ajenos al prosaísmo contemporáneo del Imperio Británico. Muy vinculado al esteticismo y antiindustrialismo de John Ruskin y William Morris, no hizo tanto hincapié en el malditismo y la marginalidad del creador por lo que halló un mejor acomodo en la compleja sociedad victoriana. De todos modos, la terrible peripecia vital de Óscar Wilde muestra bien hasta qué punto la aparente aceptación de estos artistas ingleses solo se sostenía sobre una frágil pátina de hipocresía pronta a resquebrajarse.

    El caso del Modernismo hispánico fue muy diferente ya que la sociedad española, al contrario que la británica, se hallaba en franca decadencia, por lo que su dependencia del núcleo parisino fue mucho mayor. Las poéticas de Rubén Darío o de Antonio Machado tienen una procedencia claramente francesa, vinculada tanto al Parnasianismo como al propio Simbolismo, y las sucesivas estancias del poeta nicaragüense o del español en París son un buen símbolo de ello. De todos modos, el Modernismo supuso, sobre todo, la mayoría de edad de la literatura en castellano al otro lado del Atlántico. El hecho de que por vez primera los creadores americanos desarrollaran las tendencias comunes europeas antes que los propios españoles supuso el inicio de un camino de independencia y precedencia cultural irreversible.

    Por lo que al resto de Europa respecta, los elementos característicos del Simbolismo comenzaron a difundirse, sobre todo a finales del siglo XIX de diferentes formas: el teatro simbolista del último Strindberg o de Maeterlinck, la lírica espiritualista del primer Yeats, la prosa decadentista de d´Annunzio, el propio naturalismo radical de Hamsun y, sobre todo, la narrativa centroeuropea de Hoffmansthal o Schnitzler plantean propuestas estéticas similares: en todos los casos se llevan a sus últimas posibilidades las tendencias irracionalistas e individualistas del Romanticismo sin llegar a romper los fundamentos tácitos de la milenaria cultura europea. En este sentido, la Carta de lord Chandos de Hoffmansthal, de 1902, y sobre todo el Tractatus de Wittgenstein, negando en ambos casos la capacidad del lenguaje para acceder a la realidad de las cosas y, por lo tanto, el fracaso del propio Simbolismo para superar las limitaciones del Realismo, marcan el final de todo este periodo.

    Un periodo que, en realidad, daba fin a todo el planteamiento radical y revolucionario del Romanticismo como propuesta superadora del racionalismo clásico. Desde ese momento, todavía en la primera década del siglo XX, y, sobre todo, durante la I Guerra Mundial, da comienzo y triunfa la última gran etapa de la historia intelectual de Europa, las Vanguardias, con su manifiesta voluntad de disolución definitiva de todas las bases fundacionales de nuestra cultura. [E. G.]