RENACIMIENTO: LA CULTURA EUROPEA CONSOLIDADA

    La utilización del término Renacimiento para designar al primer movimiento estético y cultural de la Etapa Clásica de la cultura europea se halla estrechamente relacionada con la configuración del concepto de Edad Media para referirse a la época anterior. La idea básica que sustenta ambas denominaciones es clara: “Hubo una época dorada que solo ahora logramos restaurar, después de un largo intermedio del que es mejor olvidarse”.

    Varios son los prejuicios que sostienen este planteamiento histórico, insuficiente para entender en profundidad la explosión cultural europea del siglo XVI. El primero y fundamental, por su voluntarismo y su falsedad, es que el Renacimiento se constituyera esencialmente como un renacimiento de la Edad Antigua. En realidad, ni política ni religiosa ni social ni estéticamente tiene demasiado que ver el mundo europeo de los siglos XIV al XVI con el mundo grecorromano de los siglos II a.C. al II d.C. En política, frente a la consagración del Imperio Romano como modelo de organización política, nos encontramos con los orígenes de la Europa nacionalista, todavía en un primer estadio donde más bien predomina la teselación propia del periodo medieval anterior. En religión, esa comparación tampoco es sostenible. El Renacimiento va a ser por excelencia la época del enfrentamiento religioso entre cristianos. El continente europeo es, en el siglo XVI, un mundo arrasado por las disputas teológicas en torno a una religión oriental que la Antigüedad clásica apenas conocía y no llegó a comprender. Socialmente, las diferencias entre ambos periodos aún son mayores. No solo se había relegado el esclavismo, sistema básico de producción de la Antigüedad, a los márgenes exteriores de la civilización, sino que los grandes procesos sociales en Europa durante los siglos XV y XVI suponen la aparición del moderno capitalismo como forma de predominio económico de Europa sobre el resto del mundo. Por último, desde el punto de vista estético, el campo en el que más se puede establecer esa comparación y también el que aquí más nos interesa, no debemos dejarnos engañar por las apariencias. Es cierto que algunas artes, sobre todo la arquitectura y en menor medida la escultura, se vieron muy influidas por la revalorización de los restos que se iban rescatando del pasado grecorromano, pero en el ámbito de la literatura, la situación fue mucho más compleja. En lo que a la lírica respecta, por ejemplo, por más que los grandes poetas renacentistas de toda Europa invocaran precedentes clásicos, escribían sus sonetos de acuerdo con los modelos de Dante y de Petrarca, mucho más cercanos a los poetas provenzales del siglo  XIII  que a su adorado Virgilio.

    Las nuevas formas creadas en la Baja Edad Media, las necesidades técnicas de las lenguas romances, adaptadas luego a las germánicas y a las eslavas, y la tradición temática de siglos de literatura cortés fueron mucho más fuertes que el gusto en cierto modo esnobista por los antiguos textos latinos. El caso más significativo fue el del teatro. El intento de reconstruir el género dramático de la Antigüedad estuvo condenado al fracaso desde el principio por la desaparición del contexto real que lo había generado y le daba soporte. Por eso fue tan larga la gestación del teatro europeo moderno, del que no hay precedentes claros entre los humanistas italianos de los siglos XIV y XV, por más que conocían perfectamente los textos de Plauto y de Terencio. En realidad, el género dramático no halló un claro acomodo en nuestra sociedad hasta finales del XVI en unas versiones, la española y la inglesa, muy alejadas del original grecorromano.

    Otro falso prejuicio propio de este concepto tradicional de Renacimiento es la pretensión de originalidad en relación con épocas históricas anteriores respecto a esa idea de reconstrucción del mundo clásico.

    En realidad, la obsesión por recobrar la grandeza de la Antigüedad grecolatina está detrás de todo el proceso evolutivo de la cultura europea desde sus propios  orígenes , siendo el punto de partida más relevante en su constitución. En todos los momentos en los que Europa dio un paso adelante en su configuración como unidad cultural, el propósito invocado fue la reconstrucción de ese orden mítico perdido. Así sucedió en torno al año 800 en el mundo franco de Carlomagno, en el ámbito germánico de los otones hacia el año 1000 y en el siglo XIII, cuando se dio forma al sistema de estudios universitarios paneuropeo. Todos estos momentos cruciales en los orígenes de Europa tienen en común la misma pretensión de que se estaba recuperando un mundo propio, el Imperio Romano, que las épocas anteriores habían arruinado. Por eso, la propia historiografía moderna ha ido dando nombre a diversos “renacimientos” siempre que se ha detenido a analizar con cierto detalle los procesos culturales de estas épocas.

    La diferencia fundamental entre estos “renacimientos” y el Renacimiento no es tanto de modelo cultural como de éxito de ese modelo. No hay diferencias esenciales entre las pretensiones de reconstruir de forma interesada y ficticia el mundo clásico en el entorno de Carlomagno por parte de su camarilla de intelectuales y las de hacerlo en la corte de Carlos V por parte de sus cortesanos humanistas. En ambos casos los modelos, los procesos y los objetivos son los mismos. La diferencia estriba en que en el año 800 la sociedad europea no tenía capacidad todavía para consolidar una imagen de sí misma a la altura del modelo al que aspiraba. Esta posibilidad solo se presentó cuando, en el siglo XVI, el desarrollo del mundo occidental permitió que ese espejo en el que Europa se había mirado una y otra vez durante casi 1000 años pudiese devolver una imagen completa y lo suficientemente poderosa como para dar forma a un modelo clásico para nuestra cultura.

    El Renacimiento es, pues, ante todo, la expresión de una voluntad que finalmente se impuso: la pretensión de que las nuevas perspectivas artísticas e intelectuales introducidas por los humanistas italianos a partir del siglo XIV implicaban efectivamente el auténtico renacimiento de un pasado glorioso de la propia Europa. Esta idea, que en principio tuvo que ver, sobre todo, con una reflexión desesperanzada surgida en la península itálica en relación con su propia historia, llegó a generalizarse por todo el continente y a triunfar como modelo interpretativo. La razón de este triunfo tuvo que ver con el cambio histórico que se produjo entre los siglos XV y XVI, es decir, con la entrada de Europa en la Edad Moderna. La creación de los primeros imperios de ultramar y la autosatisfacción que su existencia confirió a Europa en el siglo XVI llevaron a los intelectuales europeos a aceptar de forma común la idea de que, en efecto, en Europa se estaba recuperando la grandeza del mítico Imperio Romano, tal y como habían venido propugnando los humanistas en relación con Italia. Por eso fue en el siglo XVI cuando tales formas culturales italianas triunfaron por todo el continente y por eso su difusión fue siguiendo el camino que siguió la creación de las grandes potencias europeas: primero España, que dominaba Italia, y Portugal, después Francia, también muy vinculada con Italia, luego Inglaterra y solo más tarde, ya por ósmosis cultural, el Imperio Germánico y los países nórdicos y eslavos.

    Por todo ello, desde una perspectiva europea, Renacimiento debe entenderse, en realidad, como Surgimiento o, más exactamente, como Epifanía: nuestra Etapa Constituyente como sociedad había quedado atrás y Europa tomaba conciencia por vez primera de su posición relevante en el mundo. [E.G.]