BAJA EDAD MEDIA: LA LENTA RENOVACIÓN DEL MODELO

 

    A lo largo de los siglos XIV y XV van a ir desarrollándose en Europa varios prolongados y profundos procesos que, de forma muy gradual y poco perceptible en su momento, modificarán las estructuras básicas sobre las que se había construido el modelo estandarizado de sociedad europea durante la Edad Media. Fruto de esos procesos y del inmenso salto cualitativo que supuso la expansión transoceánica a principios del XVI, el mundo medieval dejó paso al Renacimiento.

    Los procesos internos a los que hacemos ahora referencia son fundamentalmente dos y cada uno de ellos pertenece a una de las que podemos llamar las dos “almas” de Europa. Por un lado, como consecuencia directa de la etapa anterior, entre los siglos XIV y XV se consolidan los primeros estados “nacionales”. Se trata de una evolución de la estructura administrativa del continente que conecta con las raíces particularistas y disgregadoras introducidas en el siglo V por los pueblos germánicos. De hecho, cuando ya a finales del XV esos organismos políticos centralizados –Francia, España, Polonia, Hungría...- se consideren a sí mismos definitivos, procurarán vincular su propia existencia a la mítica existencia de unos estados primigenios –merovingios, visigodos, polacos, magiares...-. Como es lógico, este proceso ocasionó graves conflictos bélicos por la hegemonía regional que enfrentaron a polacos y lituanos contra la Orden Teutónica en el Báltico, a Castilla contra Aragón primero y contra Portugal después por el dominio de la antigua Hispania y, sobre todo, a franceses contra ingleses y borgoñones en la Guerra de los 100 Años. Sin embargo, no debemos magnificar la trascendencia de estos conflictos. La victoria de franceses, castellanos y polacos determinó quién sería la potencia regional a partir de entonces pero un desenlace diferente de los conflictos no hubiera evitado la hegemonía de otro estado que, del mismo modo, hubiera anclado de inmediato su existencia en algún ente mítico anterior. De hecho, eso es lo que sucedió, por ejemplo, en Portugal. En 1499 todos los territorios hispánicos tenían un común heredero, el príncipe portugués Miguel de la Paz. Se estaba a punto de reconstruir, por lo tanto, la mítica unidad de la Hispania premedieval desde una óptica portuguesa. Solo dos años después, muerto el príncipe, esa unidad era ya imposible y Portugal organizaba de forma autónoma su propio imperio. Y, por supuesto, el mito fundacional del reino ya no sería una mítica e interesada Hispania sino una no menos mítica e igualmente interesada Lusitania.

    El otro gran proceso renovador que se fue fraguando durante la Baja Edad Media fue de índole cultural: el desarrollo del Humanismo. En este caso fue la otra raíz constituyente de la cultura europea la que fructificó: la herencia grecorromana. Como hemos ido viendo en todas las etapas anteriores, el peso de la tradición imperial clásica no dejó en ningún momento de actuar sobre el desarrollo del mundo medieval europeo. Pero va a ser a partir del siglo XIV cuando esa pasión cultural se va a hacer más fuerte y, sobre todo, más sistemática.

    Lo primero que nos puede llamar la atención a este respecto es que los dos procesos sobre los que nos estamos deteniendo no coinciden en el espacio. Es precisamente Italia, donde va a iniciarse y a tomar impulso el movimiento humanista, donde mayor va a ser el fracaso de los proyectos de unificación política regional. Podría pensarse que la causa fuera debida a la estructura bien consolidada de ciudades-estado del norte de la península, que dificultaba el establecimiento de un poder regional fuerte. Sin embargo, el Humanismo se extendió también muy pronto, ya en el XIV, al reino de Nápoles, una importante estructura “nacional”, sin embargo fallida. Más bien hemos de considerar que el propio pensamiento humanista, al desarrollarse a partir de la reconstrucción del pasado romano, participaba de una idea política de Imperio, unificado y global, que era a la vez que anacrónica, impracticable e incluso ingenua, al menos hasta que de nuevo una casualidad histórica, el Imperio hispánico de Carlos V, permitiera de nuevo plantearla.

    Pero en los siglos XIV y XV el Humanismo italiano propició, sobre todo, la creación de una nueva serie de parámetros culturales que a la larga acabarían con el pensamiento medieval. El Humanismo fue, ante todo, una renovación intelectual: renovación de la lengua de los estudios, a través de un nuevo uso del latín de acuerdo con los modelos clásicos; renovación de los propios estudios, a través de la recopilación de nuevos textos grecorromanos hasta entonces desconocidos o poco valorados; renovación de determinados planteamientos vitales, a partir de nuevas formas de entender la vida extraídas de esos mismos textos de la Antigüedad; y, sobre todo, renovación de los modelos de valoración de la propia cultura, al poner en cuestión las convenciones establecidas a lo largo de toda la Edad Media y sustituirlas por vagos proyectos de excelencia cultural y por intuiciones individualistas con las que se pretendía adaptar un mundo ya existente y consolidado, el medieval, a esa nueva reconstrucción cultural ficticia e interesada de los propios humanistas, “la Antigüedad”.

    ¿Cómo pudo imponerse finalmente un proyecto tan radical y elitista? Fundamentalmente por dos razones complementarias: contaba con el prestigio, nunca desdeñable en la historia de la cultura europea, del mundo clásico grecorromano y, sobre todo, estaba vinculado a un elemento trascendental de nuestra cultura, la lengua latina. Todos los grandes creadores italianos de esta época, por mucho que escribieran en vulgar, fueron ante todo grandes latinistas, y todo el Humanismo en sí mismo, como cultura de la latinidad, tenía abiertas de antemano y de par en par las puertas de la Europa culta. Mientras que las primeras monarquías autoritarias se veían obligadas a promocionar lenguas locales –el francés, el castellano, incluso el inglés o el aún más remoto polaco-, de difusión y prestigio limitados, los humanistas pudieron difundir su mensaje renovador por toda Europa de forma inmediata y efectiva. Y aún así estamos hablando de un lento cambio que se prolongó durante casi doscientos años antes de triunfar definitivamente en el siglo XVI.