ANTOLOGÍA DE NOVELISTAS REALISTAS POPULARES

    Incluso en esta misma Antología Mayor el adjetivo “popular” aparece con un doble significado. En la Antología del Cuento Popular Romántico, que encabezan los hermanos Grimm, “popular” quiere decir “propio del pueblo”, entendido “pueblo” como el elemento esencial y definitorio de la “nación”. Es un concepto étnico, referido a las clases más bajas de una sociedad solo en la medida en que ellas conservarían la más pura tradición, pero ampliable a toda ella si políticamente llega a constituirse como un estado “nacional”.

    La segunda acepción de “popular”, que utilizaremos ahora, carece del idealismo de la anterior. Entendemos por “popular” aquella expresión artística por la que muestra sus preferencias el “pueblo”, siendo el “pueblo”, en este caso, el mayor número de los habitantes de una gran ciudad o de un amplio territorio, las “clases populares”. En este segundo sentido, el arte “popular” va dirigido y satisface, sobre todo, a la gente de menor categoría social y su relevancia es cuantitativa. Se trata, pues, de una acepción ante todo sociológica.

    Si nos situamos en la Europa de principios del siglo XIX, hallaremos, a este respecto, dos puntos de partida muy diferentes en el campo de la narrativa: el de Jane Austen y el de Walter Scott. Las escasas novelas de la primera, con una mínima repercusión en el más cerrado círculo de la literatura inglesa, sin apenas lectores y sin continuadores inmediatos, constituirían una literatura elitista y marginal. Las novelas históricas de sir Walter Scott, por el contrario, manifestación evidente en su momento del concepto unitario de “literatura europea”, gozaron de un éxito y de una influencia enormes, con una serie indefinida de traducciones y, sobre todo, de imitaciones, en todas las lenguas y regiones de Europa. En ese contexto comenzaron a escribir los dos grandes creadores de la novela realista popular europea, Balzac y Dickens, hacia 1825. El caso de Balzac es especialmente significativo ya que al principio pretendió triunfar en el campo de Scott y durante toda su vida hubo de competir contra escritores como Alejandro Dumas y obras como Los tres mosqueteros. Dickens, sin embargo, se vio con el campo libre al plantear desde un primer momento una narrativa muy diferente tanto de la de Scott como de la de Austen. Y en ambos casos, su trabajo se vio potenciado y condicionado a la vez por un nuevo elemento trascendental en la historia de la literatura europea, la eclosión del periodismo literario.

    Si repasamos las biografías de los autores que aquí presentamos, veremos que en todas ellas el periodismo ocupa un papel esencial, no solo para la difusión de sus grandes obras, lo cual ya sería de por sí relevante, sino por la propia vinculación de los autores con los periódicos. En el caso de Balzac y de Dickens, desde sus mismos comienzos como escritores el trabajo periodístico fue a la vez un medio de subsistencia y una forma de promoción profesional, al pasar en ambos casos de meros articulistas a redactores e incluso editores de todo tipo de publicaciones periódicas. El periodismo va a ser la ocupación profesional primera y esencial de muchos de ellos, Mary Anne Evans,  Zola  o Pérez Galdós, y en el periodismo aprendieron su oficio de escritor tanto Fontane como Eça de Queirós o Verga. Incluso en el caso de los dos novelistas eslavos, Turguéniev y Orzeszkowa, cuya condición social les permitía vivir de sus rentas, los periódicos fueron también el medio habitual de difusión de su obras.

    La relación del periodismo con este tipo de literatura popular es, pues, trascendental y no ya solo por cuestiones relacionadas con la biografía de sus autores sino por las propias repercusiones técnicas y estéticas de ese específico modelo de divulgación. En el folletón de los diarios o en revistas semanales y misceláneas de todo tipo aparecen desde Oliver Twist de Dickens -en la Bentley’s Miscellany entre 1837 y 1839- hasta Nad Niemmen de Orzeszkowa -en la Tygodnika Mód i Powiesci a lo largo de 1887- y desde Doña Perfecta de Galdós -en la Revista de España en 1876- hasta la Eugenia Grandet de Balzac -en L’Europe littéraire en 1833-, pasando por Mastro-don Gesualdo de Verga -en la Nuova Antologia de julio a diciembre de 1888- o Nana de Zola en Le Voltaire de 1879 a 1880. Da igual la relevancia, éxito o dimensiones de la novela que elijamos: miles de lectores se acercaron a ella por vez primera a través de las hojas del mismo periódico en el que leían las noticias del día o los comentarios y cotilleos políticos o teatrales del momento. Esta es la primera condición para que esta literatura pueda ser considerada “popular”: su divulgación directa entre las clases “populares”, sobre todo urbanas, gracias a la prensa.

    A partir de las revoluciones de 1830 y de 1848, el periodismo se convierte en un elemento esencial de la nueva sociedad burguesa, accesible para la mayoría desde el momento en que la alfabetización se generaliza en capas cada vez más extensas de las grandes ciudades. Además, el éxito periodístico de estas obras conllevaba un importante éxito económico para su autores, que posibilitó la aparición de los primeros escritores “profesionales”, entre ellos, Dickens, Fontane, Zola o Galdós, que pudieron permitirse vivir solo de su pluma.

    Este éxito profesional, a su vez, conllevaba determinadas gabelas. Para poder vivir de la escritura -no digamos para llevar el tipo de vida que ansiaba Balzac-, se hizo imprescindible que el escritor se fijara un ritmo de trabajo constante e insostenible. Nada de escribir media docena de novelas en toda una vida como Jane Austen o un par de obras maestras como Stendhal. La producción narrativa de estos escritores populares había de ser inmensa e inagotable; había de elaborarse incluso con amplias perspectivas de futuro, para que el editor contara con una secuencia indefinida en el tiempo. De ahí, por ejemplo, la creación de grandes ciclos como la Comedia Humana de Balzac y Los Rougon-Macquart de Zola, la serie de las Novelas Españolas Contemporáneas de Galdós o el más humilde Ciclo dei Vinti de Verga. Además, dirigida a un público muy concreto, que lee periódicos populares y carece una instrucción formal, su prosa ha de adaptarse a unos gustos poco sofisticados y ha de resultar atractiva para colectivos que tradicionalmente no habían sido tenidos en cuenta por los escritores que pretendían el éxito literario. El lenguaje, la ambientación, la creación de los personajes, incluso los argumentos van a orientarse hacia las nuevas clases medias lectoras que aplauden ver representado su propio mundo en novelas de éxito que todos conocen. El escritor, por su parte, se ve comprometido con esa sociedad, a la que debe no solo su fama sino su propia manutención, y ha de esforzarse por representarla con rigor, en profundidad y desde una óptica, si no complaciente, sí, al menos, comprensiva. Al fin y al cabo, el autor se debe a sus lectores.

    Esta dependencia repercute incluso en la propia redacción de las obras. Las novelas pueden aprovecharse de esta la lectura fragmentada, condicionada por el ritmo de publicación en el periódico. El autor se puede permitir comenzar una obra sin tener claro el final, alargar determinados episodios o ampliar el papel de aquellos personajes que están gozando en ese momento del favor del público -o al contrario-, modificar la línea argumental para complacer a sus lectores o prolongar por razones económicas un texto inicialmente más corto. Se establece así, entre autor y lectores, a través del periódico que divulga la novela, una relación creativa comparable a la que en la actualidad existe entre los guionistas de Juego de Tronos y los abonados de la HBO.

    De este modo, el modelo de narrativa popular inaugurado al mismo tiempo hacia 1835 de forma aparentemente independiente en París y Londres por Balzac y Dickens se convirtió en el prototipo de la nueva novela a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX en toda Europa. Hacia 1860 todas las capitales europeas, desde la Lisboa de Eça de Queirós hasta el Moscú de Turguéniev y desde la Florencia de Verga hasta el Londres de Eliot, publicaban en sus principales periódicos y revistas las novelas más atractivas y populares del momento. A su vez, los grandes escritores de estos países procuraban difundir sus obras en la prensa antes de reunirlas en un volumen independiente. Solo el inmenso éxito de este modelo va a permitir que poco a poco sean los propios novelistas los que puedan poner condiciones a sus “patronos”, los editores. Para ello será trascendental el desarrollo de los derechos de autor, con el que muchos de estos creadores van a estar profundamente comprometidos. Pensemos en las campañas de Dickens para defender los derechos sobre sus obras en EE.UU., las llevadas a cabo por Zola como presidente de la Societé des gens de lettres en defensa de los escritores franceses o los interminables procesos judiciales que enfrentaron a Galdós y a su editor, o a Verga y a sus adaptadores para la escena, por los derechos de sus obras. Solo cuando a finales de siglo el autor vaya adquiriendo una mayor independencia frente al periódico podrá plantearse un tipo de literatura más autónoma, más personal, menos condicionada por las exigencias de los lectores. [E. G.]

 

H. de BALZAC

CHARLES DICKENS

IVÁN TURGUÉNIEV

 GEORGE ELIOT 

THEODOR FONTANE

GIOVANNI VERGA

ÉMILE ZOLA

ELIZA ORZESZKOWA

PÉREZ GALDÓS

EÇA de QUEIROZ