100 MEJORES POESÍAS DE LA LÍRICA EUROPEA

DESDE EL PUENTE DE CARLOS de JAROSLAV SEIFERT

 

    I – TEXTO:

 

Už přestávalo dávno pršet.

V poutním chrámě na Moravě,

kde jsem se schoval před bouří,

zpívali mariánskou píseň,

která mi nedovolila odejít.

Poslouchával jsem ji doma.

Kněz poklekl již na stupních

a opustil oltář,

varhany zavzlykaly a ustaly,

ale zástup poutníků se nehýbal.

Teprve po chvilce klečící povstali

a zpívajíce, aniž se obrátili,

odcházeli všichni pozpátku

k otevřenému portálu.

 

Nikdy jsem se tam nevrátil

a nepostál pod korunami lip,

kde bílé korouhve se zmítaly

pod bzukotem včel.

Stýskalo se mi po Praze,

i když jsem jen krátko býval

mimo její zdi.

Den ze dne dívám se vděčně na Pražský hrad

a jeho katedrálu

a nemohu oči odtrhnout

od tohoto obrazu.

Je muj

a také věřim, że je zázračný.

 

Aspoń mně přiřkl muj osud.

A když se snáší soumrak

do prażskych oken

s hvězdami w prusvitných tmäch,

zaslechnu pokażde jeji stary hlas

a slyším verše.

Nebýt toho hlasu, mlčel bych

jako pták,

kterému říkají kivi.

Jsou dny. kdy Hrad

a jeho katedrala

jsou ponure vznešené

a zda se,

że byly postaveny ze smutného kameni,

které přivezli z Měsíce.

Wzápětí však jsou prażské věże

obetkány zas věnci z paprsků

a z růží i ze sladkého šálení,

z kterého je utkána i láska.

 

Moje lehkovážné kroky v ulicích,

má růžová dobrodružství

i lásky a všechno ostatní

jsou zasypány lehkým popelem

kdyż shořel čas

 

Několik kroků od Královské cesty

byl temný kout,

kde se večer chodcům zjevovaly

rozcuchané nevěstky

a do svých mrtvých klínů 60

vábily malé, nezkušené chlapce,

jako jsem byl já.

Dnes je tam ticho.

Jen tam ještě straší

na hřebenu střech

televizní antény.

 

Kdykoliv však vstoupím na dlažbu

Karlova mostu,

musím vzpomenout na poutníky

v poutním chrámě.

 

Jaké je to štěstí

jít po tomto mostě!

I když obraz mám často zasklený

vlastními slzami.

 

 

 

 

 

Hacía rato que había dejado de llover.

En un santuario de Moravia,

donde me había refugiado durante la tormenta,

cantaban una canción mariana

que me impedía marcharme.

La había escuchado en casa con frecuencia.

El cura se había arrodillado ya sobre las gradas

y abandonado el altar.

El órgano dejó de sollozar.

Pero la procesión de peregrinos no se movía.

Sólo un rato después, los que estaban arrodillados

se levantaron cantando

y, sin girarse,

salieron todos de espaldas

hacia el pórtico abierto.

 

Nunca volví a aquel lugar

ni me detuve bajo las copas de los tilos

donde blancas banderas se agitaban

bajo el zumbido de las abejas.

Añoraba Praga

aunque sólo por breves momentos

me encontrara fuera de sus muros.

Día tras día miro agradecido

el castillo de Praga

y su catedral

y no puedo apartar la vista

de esta imagen.

Es mía

y además creo que es milagrosa.

 

Por lo menos a mí me decidió el destino.

Y cuando cae el crepúsculo

en las ventanas de Praga,

y hay estrellas en las tinieblas transparentes,

escucho siempre su vieja voz

y oigo versos.

De no ser por esa voz estaría callado

como el pájaro al que llaman kiwi.

Hay días en que el castillo

y su catedral

se alzan oscuramente nobles

y parecen construidos

de tristes piedras

traídas de la luna.

Pero al momento

envuelven a las torres de Praga

coronas tejidas de rayos

y rosas

y de un dulce espejismo

en el que está tejido también el amor.

 

Mis despreocupados pasos por las calles,

mis rosadas aventuras,

amores y todo el resto

fueron sepultados por ligeras cenizas

cuando ardió el tiempo.

 

A unos pasos del camino real

había un rincón oscuro

donde al anochecer se aparecían a los peatones

putas despeinadas

y hacia sus regazos muertos

atraían a inexpertos chiquillos

como era yo.

Hoy ese lugar está en silencio.

Sólo asustan

en la cima de los tejados

las antenas de televisión.

 

Pero cuando piso el empedrado

del Puente de Carlos

recuerdo irremediablemente a los peregrinos

del interior del santuario.

 

¡Qué suerte

poder ir por este puente!

Aunque con frecuencia veo su imagen

tras el cristal de mis propias lágrimas.

Trad.: Clara Janés.

 

 

    II - COMENTARIO: Racionalmente, no hay razón para sentirnos orgullosos de nuestro lugar de nacimiento. Cada cual nace en un sitio, ni mejor ni peor por ello, sin que nada hayamos tenido que ver nosotros. Pero somos hijos, también, de las imágenes de nuestra infancia, del paisaje en el que hemos ido accediendo a la vida. Por eso, como dijo Rilke, “la verdadera patria del hombre es su infancia” y lo demás, palabrería.

    La patria de Jaroslav Seifert es Praga. No Checoslovaquia, ni la actual República Checa, ni el Imperio Austrohúngaro en el que nació, ni Europa ni el mundo. Su patria son los adoquines desgastados del puente de Carlos, las callejas empinadas y retorcidas de Hradčany, los rincones sucios y oscuros de la orilla izquierda del Moldava y las avenidas modernistas que conducen al Teatro Nacional. La patria de Seifert son las primeras vivencias de su infancia y formación en la hermosa Praga de entreguerras, antes de los Pactos de Munich y Reinhard Heydrich, antes de una guerra inconcebible y una posguerra de hierro, una Praga dorada por el brillo inmarcesible de los recuerdos y eximida de la gris pátina de la edad adulta y el comunismo.

    Sin embargo, Seifert no gusta de embellecernos su recuerdo. Por el contrario, la nostalgia de Praga, la nostalgia por su ciudad natal, brota en el momento en el que asiste a una ceremonia religiosa en un santuario moravo, lejos de ella. Es la emoción de lo sublime lo que vincula esa visión externa a sus recuerdos personales, porque estos atesoran esa misma emoción en imágenes muy diferentes. Lo importante no es la realidad sino la forma en que se transmuta dentro de nosotros en sentimientos. La imagen de Praga no está idealizada: el castillo y la catedral parecen edificados con “tristes piedras / traídas de la luna”. Sus habitantes, son en determinados sitios, “putas despeinadas” que atraen a los chiquillos. Sin embargo, toda la visión de esa Praga eterna para el poeta él mismo sabe que no es más que un “dulce espejismo / en el que esta tejido también el amor”. Y esa lucidez que nos permite contemplar la ciudad con unos ojos que se niegan al engaño, es lo que provoca las lágrimas finales del poeta. Porque hay una realidad más allá de nosotros y engañarse no basta.

    Este poema es una declaración de amor a Praga, a esa ciudad donde ha nacido el poeta y donde se ha hecho persona, escritor. Pero para componer esa declaración, Seifert arranca desde fuera. Solo lejos, de forma excepcional, en un santuario de Moravia, entre rezos, se le ha impuesto la añoranza. Esos bellos 20 versos iniciales, que dibujan un fresco espiritual y bucólico tras la tormenta, marcan el contraste y el paralelismo con la verdadera imagen que le interesa al poeta: la gran capital checa. El tono del poema es sencillo, calmado, casi coloquial, como de quien reflexiona consigo mismo. El poeta toma conciencia de la importancia que la vieja ciudad, “el castillo de Praga y su catedral”, representa para él. De esa imagen procede “la voz” que le ha convertido en poeta. Seifert es poeta porque es de Praga y porque para él las torres del Ayuntamiento, de la catedral, del propio puente de Carlos, están nimbadas por “coronas tejidas de rayos / y rosas”.

    Praga ha cambiado; la sociedad que rodea al poeta en su madurez es muy diferente de la que le vio crecer. Pero las piedras permanecen, las grandes piedras ennegrecidas de los edificios medievales. Esa permanencia es el emblema de sus sentimientos y por eso el empedrado del puente le vincula a los peregrinos moravos. Él mismo es también un peregrino en Praga.

    Todo lo que solo depende de uno mismo está condenado a desaparecer con nosotros. Pero Praga permanece, mucho después de la nostalgia de Seifert, en estos versos que componen ya hoy, como viejas piedras ennegrecidas, otra de la esculturas de ese puente que tanto amaba. Sus recuerdos han hallado una forma de supervivencia; el cántico de los peregrinos no ha callado. Seifert podría enjugar sus lágrimas. [E. G.]