LAS 100 MEJORES POESÍAS DE LA LÍRICA EUROPEA

"SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR" de LUIS CERNUDA

 
Para Berta.                
 

    I – TEXTO:

 

     Si el hombre pudiera decir lo que ama,

si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo

como una nube en la luz;

si como muros que se derrumban,

para saludar la verdad erguida en medio,

pudiera derrumbar su cuerpo,

dejando sólo la verdad de su amor,

la verdad de sí mismo,

que no se llama gloria, fortuna o ambición,

sino amor o deseo,

yo sería aquel que imaginaba;

aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos

proclama ante los hombres la verdad ignorada,

la verdad de su amor verdadero.

 

     Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien

cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;

alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina

por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,

y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu

como leños perdidos que el mar anega o levanta

libremente, con la libertad del amor,

la única libertad que me exalta,

la única libertad por que muero.

 

     Tú justificas mi existencia:

si no te conozco, no he vivido;

si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

 

 

    II - COMENTARIO: Hay una honda verdad en estos versos, sin duda porque es el sentido de la auténtica poesía decir la verdad: el universo del ser humano se construye sobre su amor, un amor, tantas veces, impronunciable, tan arduo, por tantos motivos, de expresar con palabras, incluso en las más limpias circunstancias.

    Hacia 1930, Luis Cernuda se enamoró apasionadamente de un hombre -que no llegó a merecer que lo nombremos aquí-, pasión a la que debemos ahora este poema. Cernuda lo publicó en 1931 en su libro Los placeres prohibidos, una obra en la que por vez primera hacía de su dolorida condición de homosexual una manifestación poética inusualmente explícita. Desde este punto de vista autobiográfico, resulta evidente y concreto el significado de ese verso magnífico que abre el poema -“Si el hombre pudiera decir lo que ama”-. En efecto, el hombre, Cernuda, no puede, en la homófoba España, ni siquiera en la pretendidamente abierta Europa, de los años 30, decir a quién ama, si ese amor es otro hombre. Y el poeta no puede ser, de este modo, “aquel que imaginaba”, no puede lanzar con libertad y a los cuatro vientos “la verdad ignorada”.

    Ese es el contexto que le dio origen, pero leído así, el poema se mutila a sí mismo. No explica por qué, siendo, como es, un poema de amor homosexual, lo sentimos tan cercano, tan nuestro, lectores que no lo somos. Es más, el propio Cernuda, al publicarlo, ¿hubiera querido que la única interpretación, incluso la principal, de su poema fuera esta que lo hizo posible, la que pocos más que él sabían que era la auténtica?

    Siempre que se comenta este texto de Cernuda, al llegar a los tres últimos versos, ese brillante broche de hipérboles y paradojas, se recuerda el famoso endecasílabo de Garcilaso -“Yo no nascí sino para quereros”- que probablemente dio pie al poeta sevillano. Nos interesa ahora que, para valorar un poema vanguardista del siglo XX, se recurre, con acierto, a un soneto clásico del XVI; para comentar la expresión apasionada de Cernuda por uno de sus amantes, se cita la de Garcilaso por una de las suyas.

    Y es que la profunda verdad de este poema reside en la unicidad del amor humano. No es una cuesión de hombres y mujeres o del orden en que se entrecrucen. Nos sentimos tan identificados con las palabras de Cernuda porque percibimos que está hablando de todos nosotros, de nuestro propio amor hacia quienquiera que sea que amamos, del inefable amor sobre el que hemos levantado nuestras vidas y que las sostiene. No podemos acaso decir lo que amamos: nos han desgastado las palabras la rutina, los posos del tiempo, los múltiples silencios y las malinterpretaciones… No acertamos a nombrar a ese alguien a quien nos une, de forma ocasional o para toda la vida, “la libertad del amor”, pero hemos sentido, con el poeta, que ese sentimiento -“que no se llama gloria, fortuna o ambición / sino amor o deseo”- justifica nuestra existencia. Quién sea el objeto de ese amor o por qué, es cosa nuestra; por eso el poema nos convoca a todos.

    Si tuviera que elaborar una antología de lírica amorosa de la literatura universal, incluiría esta composición entre las primeras, hasta donde mis cortos conocimientos alcanzan. Siempre que he tenido que recitar en público un poema he seleccionado este y todavía hoy, con 55 años, sigue emocionándome. Hay muchos otros, tal vez más hermosos o más relevantes, de los que se puede elogiar más aún la técnica, el lenguaje empleado, los recursos poéticos, la fuerza de la expresión, su repercusión en la literatura posterior. Pero también de este, por supuesto. La amplitud y rigor sintácticos de la expresión poética deslumbra, por ejemplo, a lo largo de los catorce primeros versos; la imagen marina del encuentro amoroso de la segunda estrofa resulta a la vez precisa y sorprendente; la propia reelaboración del motivo garcilasiano al final es un acierto indiscutible. Todos los recursos lingüísticos utilizados por el autor son adecuados y precisos en este poema. Y, sin embargo, sigo pensando que nada de eso es lo esencial. Por supuesto que no tiene sentido intentar separar las ideas o los sentimientos que transmite un poema de las palabras con que aquellos se manifiestan. Incluso puedo aceptar que esta composición de Cernuda en un buen ejemplo de ello y que resulta imposible concebir este texto sin exactamente estas mismas palabras, una tras otra, en el mismo orden. Sin embargo, tras su lectura y después de tantos años, una vez más la impresión que siento no es la de unos sonidos hermosos, la de una técnica elaborada, la de una expresión lingüística acertada, sino la de una verdad íntima profunda y compartida, como he dicho al principio. Una verdad poética transmitida aquí de la forma más humana posible -acaso la única para personas como nosotros, alejadas en el espacio y en el tiempo del poeta-, a través de las míseras, de las maravillosas palabras. [E. G.]