LAS 100 MEJORES POESÍAS DE LA LÍRICA EUROPEA

AVE MARIS STELLA atr. a PABLO EL DIÁCONO

 

    I - TEXTO:

 

Ave, Maris stella,

Dei mater alma,

Atque semper Virgo

Felix caeli porta.

 

Sumens illud Ave

Gabrielis ore,

Funda nos in pace,

Mutans Evae nomen.

 

Solve vincla reis,

Profer lumen caecis,

Mala nostra pelle,

Bona cuncta posce.

 

Monstra te esse matrem,

Sumat per te preces

Qui pro nobis natus,

tulit esse tuus.

 

Virgo singularis

Inter omnes mitis,

Nos culpis solutos

Mites fac et castos.

 

Vitam praesta puram,

iter para tutum:

ut videntes lesum

semper collaetemur.

 

Sit laus Deo Patri,

summo Christo decus,

Spiritui Sancto,

tribus honor unus.

 

 

Salve, del mar Estrella,

Salve, Madre sagrada

De Dios y siempre Virgen,

Puerta del cielo Santa.

 

 

Tomando de Gabriel

El Ave, Virgen alma,

Mudando el nombre de Eva,

Paces divinas trata.

 

 

La vista restituye,

Las cadenas desata,

Todos los males quita,

Todos los bienes causa.

 

 

Muéstrate Madre, y llegue

Por Ti nuestra esperanza

A quien, por darnos vida,

Nació de tus entrañas.

 

 

Entre todas piadosa,

Virgen, en nuestras almas,

Libres de culpa, infunde

Virtud humilde y casta.

 

 

Vida nos presta pura,

Camino firme allana;

Que quien a Jesús llega,

Eterno gozo alcanza.

 

 

Al Padre, al Hijo, al Santo

Espíritu alabanzas;

Una a los tres le demos,

Y siempre eternas gracias.

 

Trad. de Lope de Vega

 

 

    II: COMENTARIO – Durante milenios la navegación noctura contó solo con las estrellas. Aventurarse en el mar, a ciegas, avanzando a través de las sombras, siempre con el pavor de los escollos cerca y la posibilidad cierta de perder el rumbo, hacía más que preciosa, imprescindible, la presencia en el cielo de una guía, aunque tenue, fiable, que marcara al rumbo en la noche.

    Pocas metáforas tan inesperadas, y pocas tan exactas, como esta de la Virgen. Remiten los que saben a un oscuro pasaje para especialistas del libro de los Reyes. Sea. Pero yo prefiero recordar aquí, más que a un improbable Elías, a todos esos miles, cientos de miles de marinos reales que desde la Antigüedad han surcado una y otra vez el Mediterráneo a oscuras, y luego, con más riesgo aún, el Atlántico, confiados en que ese breve punto de luz en la bóveda celeste los conduciría a salvo a través de la noche hasta el nuevo día. Llevo, además, desde niño en el pecho la imagen de la Virgen del Carmen, patrona de los navegantes, cuyo nombre es también el de mi madre, y por más que yo sea muy de tierra adentro, siento como propia esa vinculación de la mar con María.

    Comenzar esta antología de la poesía lírica en Europa con este antiquísimo poema mariano en latín, que hay quien remonta hasta el siglo VI y Venancio Fortunato, quiere ser también una declaración de intenciones. La lírica europea fue en su primer momento cristiana y romana, y el vínculo de esa tradición, que entroncaba directamente con el Bajo Imperio, fue el cordón umbilical de nuestra cultura, como en este poema la Virgen, nuestra auténtica “mater alma”. Da lo mismo que la composición pertenezca a Venancio Fortunato, un romano de formación bizantina que floreció en la Galia franca, o a Pablo el Diácono, un monje benedictino lombardo de la corte de Carlomagno, autor y obra surgen de ese fermento activo de tradiciones varias que solo con el paso de los siglos cuajará en lo que aún hoy es Europa.

    En ese magma cultural, el latín fue la lengua esencial, transmisora de una civilización en ruinas. En ella sobrevive todo lo que después será considerado digno de supervivencia. Ni las lenguas germánicas de los nuevos gobernantes ni los balbuceos romances de los otrora ciudadanos del Imperio hubieran podido salvar el ingente legado necesario para reconstruir Occidente. Solo el latín podría asegurar esa continuidad indispensable, una lengua que era ya, además, poco más que un vínculo de cultura.

    Y el latín como lengua de la religión verdadera. Elemento esencial igualmente de la baja latinidad, el cristianismo romano se mantuvo vigente y unido a través de su lengua santa. Un latín que no era ni la lengua de Dios ni la de sus textos sagrados pero era la del Papa. Europa occidental se fue organizando en torno a una religión cuyo foco de luz se proyectaba desde el núcleo fundacional del centro de Italia, desde la silla de San Pedro, donde siempre, ab urbe condita, se había hablado el idioma de Virgilio. Roma, la Roma del Papa, no la del Imperio, que se había trasladado a Constantinopla y hablaba griego, y la lengua de San Agustín, inventaron Europa.

    Y, por último, más bien en el principio, está María. La devoción por la Madre de Dios unió durante la Edad Media a todo Occidente. Procedente de Grecia, donde la Theotokos ortodoxa gozó de tanta devoción y prestigio como cualquiera de los apóstoles de Cristo, toda Europa puede considerarse mariana. Siempre me he preguntado qué impusaba a aquellos sofisticados teólogos sirios, hispanos o mauritanos a ensalzar sobre cualquier otro ser humano a esta pobre mujer galilea de la que apenas se habla en los Evangelios ¿Y qué sentían en lo más profundo de su ser las masas de fieles que abarrotaban por igual las inmensas naves de Notre-Dame en París, la imponente Catedral de la Dormición en Vladímir, y los caminos que conducían a la casa de Loreto? La devoción por la Virgen María, unánime en toda Europa hasta el siglo XVI, y una de las características identificadoras todavía hoy del cristianismo católico, es una de las líneas de continuidad más relevantes de nuestra cultura.

    María es la “maris stella” de Tomás Luis de Victoria y de Grieg, la invocación de la Regina Coeli, acaso del propio San Gregorio, y de la Salve Regina de Hermann von Reichenau, la protagonista de los Miracles de Notre-Dame y de las Cantigas, la imagen central de la Anunciación de Fra Angelico y de la Adoración de Velázquez, el motivo del Stabat Mater de Pergolesi, del Ave María de Schubert y el de la Cavalleria Rusticana, la devoción que hay detrás de las catedrales de Lincoln y de Lübeck, de la plegaria de Gretchen en el Fausto y de la de Elisabeth en el Tannhäuser, del Ángelus de Millet como del de Claudel, de la Piedad de Miguel Ángel, de la Panagia Nikopoia de Estambul y de Venecia…

    La lírica europea, este himno a la Virgen que la precede, se nos aparece en esos siglos desenfocados de los Orígenes como una pequeña estrella en la noche durante una travesía incierta hacia el futuro. Un profundo sentimiento religioso guía el frágil esquife de nuestra cultura. Falta todo por hacer, hay un riesgo cierto de zozobra, no alcanza a verse la luz del nuevo día, nada hay escrito en nuestra Historia... [E. G.]